La paz, un objetivo querido por todos, pero deseado por pocos.
Ya se había advertido la incertidumbre ante la encrucijada por causa de las lecturas antagónicas de nuestros líderes políticos y la anteposición de sus propósitos individuales a los colectivos, junto con el empleo de prácticas cuestionables para alcanzar y mantenerse en el poder.
Un cese en la belicosidad política es necesario para un ‘acuerdo nacional’ en lo fundamental, donde se menoscabe el deseo de la guerra para el usufructo y donde la efervescencia del egoísmo del hombre frente a la naturaleza, la competencia desigual y la depresión de los valores en una sociedad precaria en espiritualidad y ética sean lo único agonizante.
Lo que los colombianos no debemos olvidar es que la paz no es la ausencia de guerra, es el espacio multivectorial donde características de lenguaje, origen, sexo y costumbres son elementos dinámicos de riqueza y no fundamento de conflictos. Es un evento atemporal de elevada justicia y equidad, carente de relaciones de opresión, donde priman el respeto por las diferencias y la solución de conflictos es exenta de su paradigma violento.
La paz requerida subyace en el desarrollo sostenible y equitativo, en el respeto a los derechos humanos, en la gobernabilidad y en la toma de decisiones democráticas y requiere de un proceso educativo profundo y transversal donde las juventudes garantes de su sostenibilidad sean ciudadanos constructores de riqueza. En esta, las instituciones que rigen las transacciones cotidianas velan por una armonía social que exhorte a apalancar transformaciones mediante la cooperación y eviten la manipulación de mecanismos electorales, judiciales y mediáticos en procura del poder.
En el mundo florecen políticas con las que no podemos comulgar. La clase dirigente no solo debe prever que la corrupción que muchos habitúan les abre paso a otros modelos económicos, sino que quizás el nacionalismo empiece a encontrar un espacio en ese campo fértil de ignorancia abonado por la mentira. Y es que la mayor parte del territorio donde se votó por el Sí también es donde menos presencia estatal existe, mayores son los índices de necesidades básicas insatisfechas (NBI) y menos escuelas se construyen. Un cultivo propicio para de promoción de “alternativas” políticas.
Sin un alto el fuego político y la perpetuación de una guerra que produce réditos concentrados y costos distribuidos, un sistema educativo fallido ajeno al contrato social, es segura la eclosión de otros modelos de desarrollo que nos devuelven en el tiempo. El país aboga por debates públicos que propicien la solución civilizada de conflictos, la cultura, la educación, la participación política, la construcción social y colectiva de consensos y una memoria histórica que garantice la no repetición y la visibilización de víctimas.
En esto, los jóvenes tenemos un rol fundamental y quienes, como diría J. F. Isaza, ya están en la corrida del recuerdo deberán guiarnos hacia la Colombia que anhelamos enmarcada en una oportunidad histórica y un apoyo mundial aún vigente. Debemos ser quienes hacemos constante nuestro requerimiento de civismo, verdad y ética; en nuestra bandera debe primar una visión a largo plazo; y, mediante nuestro comportamiento y control de la gestión pública, reprochar desde la educación con narconovelas en franjas prime hasta la administración pública de problemas como fuente de negocios.
La construcción de una masa crítica que propicie estos cambios es la bandera fundamental de La Paz Querida, en donde jóvenes y adultos, llenos de esperanza y preocupados por una Colombia en el mediano y largo plazo, trabajan por una nueva ética social (ver www.lapazquerida.com).
Diego Fernando Medina Tovar
* Miembro fundador de La Paz Querida
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