Hace unos años me encontraba en el aeropuerto Charles de Gaulle, de París, desesperado por bañarme rápidamente después de un vuelo nocturno procedente de Nairobi. La sala de espera no tenía ducha, y, mientras pensaba en si era posible transformar el lavamanos en una bañera, apareció a mi lado un distinguido caballero africano. Se quitó la camisa y empezó a bañarse en el lavamanos que tenía al frente. Inspirado en su comportamiento, decidí hacer lo mismo; me quité la ropa y comencé a enjabonarme cuando incidentalmente vi su cara reflejada en el espejo.
–Discúlpeme –le dije–. ¿Es usted el arzobispo Desmond Tutu?
–¿Yo? ¡No! –contestó–. La gente siempre me confunde con él.
Seguí bañándome y le ofrecí disculpas por molestarlo.
–De verdad lo siento. Lo que pasa es que fue un personaje histórico, un hombre esencial para la paz, demasiado importante para...
Seguí hablando, hasta que finalmente volví a mirarlo.
–Un minuto... –le dije–. ¡Usted sí es el arzobispo Tutu! El hombre que junto con Nelson Mandela había sido el indomable símbolo de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica por cuarenta años, cuya dignidad y capacidad de decisión hicieron posible la transición pacífica del poder en una tierra que pudo haber colapsado en una agonía llena de venganza y recriminación, sonrió con benevolencia y agregó:
–¿Sabe? No lo hubiéramos logrado sin ustedes.
Claro, no se refería a mí personalmente, sino a la buena voluntad de todos los ciudadanos del mundo que habían marchado por la libertad y la democracia de Sudáfrica. Le pregunté cómo habían hecho para reconstruir la nación sin ríos de sangre.
–Perdonando –dijo–, pero sin olvidar. Era el único camino.
En estos días tan particularmente turbios para Colombia, sus palabras me han perseguido. El día antes del plebiscito salí de Bogotá extasiado y eufórico. Desperté el lunes con la noticia de que la paz había sido derrotada, y cuatro días después, con la sorpresa de que esta misma resurgiría con el anuncio de que el presidente Juan Manuel Santos había alcanzado el estatus de Nelson Mandela y Desmond Tutu, ambos galardonados con el Premio Nobel de la Paz.
Al otorgarle al presidente Santos este galardón –posiblemente el más importante que una persona pueda recibir–, el Comité del Nobel reconoció acertadamente a un líder forjado en la guerra que encontró un camino hacia la paz y arriesgó su legado y reputación con el ánimo inquebrantable de devolverle estabilidad, prosperidad y tranquilidad a su país.
La firma del acuerdo con las Farc el pasado 26 de septiembre envió a todas las naciones un mensaje poderoso y redentor: mientras el mundo se está desmoronando, Colombia se está reafirmando. Las perspectivas de paz también le recordaron a la comunidad internacional que, a pesar de tantos años de crisis en los cuales prácticamente todos los colombianos sufrieron, el país conservó su democracia y sociedad civil, consolidó su economía, hizo más sostenibles sus ciudades, buscó acciones de restitución a favor de las culturas indígenas, designó millones de hectáreas como parques naturales y abonó el terreno para un renacimiento cultural, económico e intelectual sin precedentes en Latinoamérica.
Después de tanto sufrimiento –de tantos muertos, de millones de desplazados–, el resultado del plebiscito, una estrecha victoria para quienes se oponen a los acuerdos de paz, es entendible. Pero es de admirar que esto no condenó el proceso; por el contrario, encendió las mentes y los corazones de todos para reemprender el diálogo por la paz con mayor entusiasmo.
“Nuestro sueño pudo haber llegado muy pronto –les escribí a algunos amigos bogotanos tras enterarme de los resultados electorales–, pero esto no quiere decir que fuera falso. Al contrario, esta votación revitalizó nuestros sueños y reafirmó nuestros esfuerzos”.
Mi corazón arde por Colombia. Y así seguirá. Sé que encontraremos la poesía para mover a los colombianos no hacia el miedo, sino hacia los ángeles que llevan dentro. La guerra es fácil; la paz, difícil. Pero al final el bien prevalece. Simplemente nos cuesta más.
El Premio Nobel de la Paz se le reconoce a un hombre, pero, como el mismo presidente Santos lo admitió, el honor es para toda una nación; una nación que ha aguantado demasiado y que, a pesar de todo, nunca ha perdido su fe en el futuro ni en el destino de sus hijos. Hoy creo que el mundo entero está igual que yo: ardiendo de esperanza por Colombia.
WADE DAVIS
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