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El tamaño importa

Comunidad educativa no puede ser un eslogan. La convivencia y ciudadanía se aprenden justo en ella.

En Bogotá hay colegios oficiales de 5.000 y 6.000 estudiantes, cuando lo deseable es que sean entre 400 y 800. Por razones que ya hoy nadie defiende, la palabra ‘mega’ tuvo argumentos en su momento, como la necesidad de ampliar coberturas. A muchos administradores de la educación les gustaba, y su legado es muy problemático. Se crearon jornadas y sedes en cantidades con un solo aparato administrativo, y, sobre todo, se alimentaron ideas faraónicas centradas en grandes infraestructuras, docenas de salones y muchas rejas para separar secciones dentro de un mismo colegio. La educación privada no se queda atrás, y hay colegios que tienen transición A, B, C, D, E, F, y todas las letras que puedan vender. Eso sí, nos aclaran, con ‘educación personalizada’.
En un colegio de tamaño razonable, todos los estudiantes, docentes, directivos y familias tienen alguna relación, o al menos pueden tenerla si quieren o lo necesitan. El rector o rectora es alguien a quien cada niño reconoce, saluda y eventualmente puede hacerle una solicitud; a quien los padres pueden pedirle una cita. Es un colegio en donde los ciclos (un agrupamiento de chicos de varias edades cercanas) constituyen una pequeña comunidad de entre 50 y 200 chicos, en el que todos los de primaria, todos los de preescolar o todos los de media pueden reunirse cada semana en la biblioteca, el auditorio o la cafetería y saber unos lo que hacen los otros un poco menores o mayores. Esos ciclos, además de los directores de curso, deben tener auxiliares, profesores especializados y una coordinación, que forman un equipo docente en el que cada profe sabe cómo va cada chico y cada familia, y lo hablan entre el equipo.
Tal organización lleva, en el nivel ideal, a una ratio de unos 10 estudiantes por adulto, entre docentes y administrativos; y si hay más de 25 niños por docente, tenemos que preocuparnos (eventualmente puede haber 30 estudiantes en un salón, y a veces reuniones amplias), pero el promedio de relación entre estudiantes y profesores, administradores y personal de apoyo de un ciclo tiene que permitir un conocimiento individualizado de cada estudiante y sus acudientes.

El proyecto educativo tiene que ser compartido y capaz de ayudar a la formación integral de cada estudiante, reconociendo diversidades.

Lo normal es que haya máximo dos grupos por grado, y si hay solo uno el colegio estará muy bien. En el caso de colegios rurales es común que la primaria tenga varias sedes pequeñas con uno o dos docentes para entre 10 y 30 estudiantes, y si están bien integrados entre veredas y tienen apoyo de su sede principal, funciona. Si hay dos grupos por grado (A y B suelen llamarse), lo normal es que los estudiantes se entremezclen de año en año. Y en ese grupo pequeño habrá muchas peculiaridades y estudiantes con necesidades especiales, discapacidades e intereses, de acuerdo con la proporción en que tales individualidades se presentan en la sociedad, y todos estarán incluidos en un proceso colectivo que reconoce su diversidad.
Al menos una vez al mes, todo el colegio debería poder reunirse en un espacio abierto, y aunque toque hacer esfuerzos, alguna vez, durante eventos especiales, todo el colegio debería poder reunirse en un espacio cerrado. Y algún sábado todas las familias se pueden invitar a un bazar porque hay cómo organizarlo.
Lo de comunidad educativa no puede ser un eslogan. La convivencia y la ciudadanía se aprenden justo en esa comunidad. Y el proyecto educativo tiene que ser compartido y capaz de ayudar a la formación integral de cada estudiante, reconociendo diversidades. Si un colegio es demasiado pequeño, será difícil contar con especialistas en distintas artes y ciencias y con apoyos pedagógicos para múltiples necesidades. Pero si es demasiado grande, la individualidad se pierde, y de seguro la estandarización será la norma. Por eso, el tamaño importa.
ÓSCAR SÁNCHEZ
* Coordinador Nacional de Educapaz
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