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Había una vez...

Nos queda la esperanza pendeja de que el coronavirus agarre su sombrero y se largue.

In illo tempore, había un sitio que se llamaba la calle. Era el mejor cuarto de la casa, su prolongación. Así como en la noche cabe lo que no cabe en el día –lo dijo un niño–, en la calle sucedía lo que no pasaba dentro de las cuatro paredes.
Por la misma época, la libertad quedó reducida al tamaño de un salario mínimo por culpa de una pandemia. En segundos, el apretón de manos, el abrazo, el beso quedaron convertidos en piezas de museo. Fueron remplazados por fríos codazos o yemas de dedos que le hacían pistola al coronavirus.
Se puede hablar en pasado desde que el tsunami apodado covid-19 nos decretó la casa por cárcel. Nada es igual. Y eso que la película de suspenso que envidiaría Hitchcock apenas empieza.
El domingo que ya pasó tuvo cara de lunes. ¿Para qué goles sin gargantas profundas que los griten? Abrumadora la soledad de la Mona Lisa en el Louvre, sin quién le gaste un piropo a su displicente coquetería.
‘Septuagenial’ graduado, debo permanecer encaletado hasta el domingo 31 de mayo. No está claro si nos darán salida por la mañana o por la tarde de ese día que vemos a años luz de nuestro ombligo.
Lo de arrebatarnos la calle a los de la ‘cuchedad’ me pareció exótico. Lo que menos queremos es estrenar seguro exequial.
Claro que el presidente Duque dejó una tronera por la cual los avivatos podrán evadir la norma para evitar que los metan a la guandoca.
Ya les he notificado a mis ‘proustáticos’ amigotes que no me esperen en el bar hasta nueva orden.
En casa, Nacho, nuestro chihuahua, viéndonos caminar de Herodes a Pilato, nos mira “con un antiguo asombro”, dicho sea con Borges, a quien siempre se vuelve con o sin coronavirus. Una pareja de cucaracheros con los que compartimos pensión y paisaje nos anuncian con sus trinos que próximamente volverán a hacernos abuelos. Que tranquilos.
El bicho que nos sumió en la zozobra apenas dejar ver la puntica, como los icebergs en proceso de derretirse como una paleta por culpa de los golpes bajos que le propinamos los terrícolas al planeta.
Nos queda la esperanza pendeja de que el coronavirus agarre su sombrero y se largue previa disculpa: “Perdón, parceros, la cosa no era con ustedes. Me equivoqué de galaxia”.
Óscar Domínguez Giraldo
www.oscardominguezgiraldo.com
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