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Una revolución detrás de la pandemia

Hoy, secuenciar un nuevo virus y diseñar una vacuna no debe tomar más de dos días.

Moisés Wasserman
Es sensato aprender lecciones de la pandemia. Todos reconocemos que se han acelerado procesos como el trabajo a distancia o el uso de TIC en educación. Pero poco se ha oído sobre una extraordinaria revolución que va a extender sus impactos positivos por años. Tiene que ver con dos vacunas estrella, la de Pfizer BioNTech y la de Moderna. Se produjeron otras, pero estas son las primeras vacunas ARN usadas en humanos.
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A quien no le interesan los detalles puede creer que todas son lo mismo: "Una vacuna es una vacuna, es una vacuna", pero, así como se dice que el infierno está en los detalles, también a veces, el paraíso reposa en ellos.
El ARN del que hablamos es un mensajero. Se transcribe en él la información de los genes, y esta se traduce a proteína, la molécula responsable de las funciones en un ser vivo.
La historia comenzó hace bastantes años. A principios de la década de los 60, John Gurdon (recibió el Nobel 50 años después) inyectó ARN extraído de células humanas que producen hemoglobina a huevos de rana, y estos pronto se llenaron de hemoglobina humana. Con eso mostró que una célula puede traducir mensajes provenientes de organismos y tejidos totalmente diferentes.
El principio, pues, estaba claro desde los experimentos de Gurdon. Podríamos usar la misma táctica que usa el virus en su infección, pero en vez de reproducir virus completos, que terminarían destruyendo la célula, se podría inyectar el mensaje para sintetizar una pequeña parte, aquella que, reconocida por el sistema inmune, genera protección. Así, el individuo se convierte en su propia fábrica de vacuna.

Ya se habla de vacunas contra diez enfermedades simultáneamente. Con la misma tecnología se puede poner a las células a producir enzimas que faltan en enfermedades genéticas.

El concepto es simple, pero por supuesto había grandes obstáculos que vencer. Uno era descifrar la secuencia del gen y sintetizar el mensajero. Esa capacidad se desarrolló en la segunda mitad del siglo XX. Otro obstáculo fueron los mecanismos que la evolución desarrolló para defendernos de ataques de virus: todos nuestros fluidos tienen enzimas que degradan ARN extraño, y nuestras células tienen un sistema sofisticado que lo reconoce, lo marca y lo rompe. En el 2005, investigadores de la Universidad de Pensilvania diseñaron una modificación química que lo hace resistente a esa degradación.
El último obstáculo era la forma para llevarlo al interior de las células. Los vehículos ideales son vesículas de lípidos (grasa). El problema es que el ARN tiene carga negativa y, por tanto, los lípidos debían tener carga positiva para atraparlo, y esos lípidos son tóxicos. Se resolvió con unas "nanopartículas lipídicas" que son positivas cuando se preparan, pero pierden su carga en la célula. Con todo eso, la receta de la vacuna estaba lista. Hoy, secuenciar un nuevo virus y diseñar una vacuna no debe tomar más de dos días (por supuesto, con subsecuentes pruebas de seguridad y efectividad).
Esta técnica abre la puerta a fármacos maravillosos. Ya se habla de vacunas contra diez enfermedades simultáneamente. Con la misma tecnología se puede poner a las células a producir enzimas que faltan en enfermedades genéticas, a producir hormonas cuando hay deficiencia de ellas y más biofármacos inimaginables. Podremos también poner células corrientes a producir anticuerpos contra células cancerosas. De hecho, en este momento ya hay seis pruebas clínicas contra cáncer, cuatro de ellas a la medida del paciente, es decir, reconociendo secuencias de su propio tumor.
Algunas personas ingenuamente piensan que todo eso se puede transferir de un país a otro con un documento notariado. Obviamente se requieren una inmensa cantidad de conocimiento teórico y práctico, importantes cadenas de suministros y la confluencia, en un solo producto, de tecnologías extraordinariamente sofisticadas. Eso solo se logra con desarrollo científico.
MOISÉS WASSERMAN
Moisés Wasserman
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