En una reciente columna en este diario, el padre Vicente Durán, con su tradicional claridad, aborda un tema fundamental: la justificación de la existencia del mal, permitida por un Dios bondadoso. Presenta el pensamiento de Leibniz en su 'Teodicea' (o justificación de Dios). Se disculpa por traer una reflexión tan seria a un día a día pragmático; pienso que hay que agradecérselo.
Adelanto que estoy de acuerdo con su conclusión final: “Somos nosotros, y no Dios, los responsables de nuestros actos y de la realidad del mal en el mundo”. Sin embargo, creo que llego a ella por otro camino. El argumento de Leibniz (resumiendo el resumen de Durán) es que Dios no podía crear un mundo contradictorio. No podía haber creado a seres humanos que tuvieran libertad pero que, al tiempo, fueran incapaces de hacer el mal. El mal y el bien carecerían, entonces, de todo significado moral; el uno sería imposible; el otro, siempre obligatorio.
La visión de Leibniz, llevada a total coherencia, es la de un deísmo que supone un Dios que no interviene para nada en los asuntos de los humanos ni en los del Universo. Las reglas están puestas. Él no interfiere ni para contradecir la ley de gravedad ni para impedir el libre albedrío de la gente. Sin embargo, todas las religiones y la inmensa mayoría de los creyentes profesan más bien un teísmo según el cual el Ser Supremo interviene en todo.
¿Es el ser humano libre en la religión? Más bien poco. Hay instructivos muy precisos de cómo portarse y condenas fuertes para quien no los cumple. No solo para quien hace daño a los otros, lo que sería razonable, sino para aquel que peca solitario y de pensamiento, como Onán, o para el que solo desea la mujer del prójimo, o para aquellos que aman a una pareja del sexo ‘incorrecto’. El concepto de libre albedrío que usan los filósofos y los teólogos sofisticados no es el de las religiones.
La intervención de Dios es requerida para que gane un equipo de fútbol, para no enfermarse o incluso para que el PIB crezca. La mayoría de las religiones reconocen la existencia de milagros, que no son cosa diferente a una intervención divina para subvertir las leyes de la física, la química o la biología. Coinciden en algunas normas básicas como “no matarás”, pero cada una les otorga dispensas diferentes. La posición de Leibniz es un acto de fe a otro nivel, sin duda respetable, pero no es una auténtica “justificación”.
Las evidencias de la biología, la paleontología y, en general, de la ciencia son compatibles con hipótesis diferentes sobre el origen de la moral y los conceptos de bien y de mal. Describen una evolución gradual que ha venido conformando normas de convivencia en sociedades gregarias. Seguramente surgieron ciertos sentimientos “premorales” hace unos tres millones de años en algunos mamíferos. Hay momentos en los que el proceso se ha hecho más veloz: hace unos 180.000 años surgieron sociedades de seres que ya podríamos llamar humanos. Hubo una gran aceleración hace unos 12.000 años, en la revolución neolítica, con el principio de la cultura actual, y hace unos milenios con las religiones globales. Aun reconociendo aportes más antiguos, los avances radicales se han dado en el último medio milenio, gracias a filósofos como Leibniz, pero también Kant, Spinoza, Bentham, Locke, Hume, Stuart Mill, Russell y tantísimos más, sin olvidar a Darwin y el combo de evolucionistas.
Los conceptos de bien y de mal han venido cambiando a lo largo de la historia. La moral ha venido progresando, en la medida en que se ha tornado más exigente en el respeto a la autonomía de los otros. Las religiones tuvieron un papel fundamental en sus inicios, pero ya hace varios siglos que el impulso viene de reflexiones de filósofos laicos.
Moisés Wasserman@mwassermannl
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