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¿Se nos muere la democracia?

La democracia es compleja y difícil, la indignación es simple y fácil.

Moisés Wasserman
Mucha gente habla del fin de la democracia. Los autoritarismos de derecha y de izquierda parecen tener ventajas competitivas en una sociedad comunicada y educada por las redes. Es fácil movilizar a las multitudes con la indignación. Las encuestas en Latinoamérica muestran una caída en la confianza hacia la democracia, que era de 67,6 por ciento en 2004 y llegó a 53 por ciento en 2018.
Una de las voces más pesimistas ha sido la del reconocido sociólogo y politólogo norteamericano Shawn Rosenberg. En su reciente trabajo ‘La democracia se devora a sí misma: el ascenso del ciudadano incompetente y el llamado del populismo de derecha’ predice el inexorable declive de la democracia.
Pone el ejemplo del crecimiento de movimientos de derecha autoritarios en Europa, porque los académicos de izquierda norteamericanos son más sensibles a los autoritarismos de derecha europeos que a los de izquierda latinoamericanos. Pero la descripción es aplicable también a una izquierda que toma posiciones no muy distintas a las de la derecha. Los votos indignados migran hoy en Europa, sin mayor problema, entre los dos campamentos.

Esa resiliencia del sistema radica, posiblemente, en el dicho de Churchill de que “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”

Rosenberg sugiere como causa importante del declive el hecho de que cada vez menos ciudadanos toman en serio a las élites intelectuales y políticas y basan sus opiniones en los medios sociales. La democracia es compleja y difícil, la indignación es simple y fácil.
Otros autores con teorías diferentes e interpretaciones distintas también profetizan el fin de la democracia. Es recurrente el argumento de que todos los sistemas en la historia han tenido principio, apogeo y decadencia. Pero hay una característica de este sistema que no he visto analizada en las profecías de la catástrofe. A los regímenes que desaparecieron se los criticaba por lo que eran. En cambio, los críticos de la democracia le reclaman que no sea suficientemente democrática. Los ataques vienen de movimientos que exigen más democracia. Las repúblicas del ámbito soviético se llamaban a sí mismas democráticas; los movimientos partidarios de la ‘democracia de opinión’ asumen que la obediencia a la mayoría es su determinante único; los indignados reclaman no ser suficientemente escuchados por sus representantes y hablan vagamente de otras democracias, mejores. Quienes la combaten, en el fondo no quieren acabarla; piden que sea mejor, que haya más.
De ahí posiblemente se derive la extraordinaria resiliencia que ha tenido durante su historia. La humanidad no progresa linealmente, pero una tendencia indudable en la dirección en la que evolucionan los sistemas políticos es el aumento progresivo en autonomía y equidad. La izquierda y la derecha democráticas llevan años discutiendo en qué medida se puede renunciar a algo de libertad individual para mejorar la equidad (los unos) y cuánto de equidad se puede sacrificar para asegurar más libertad (los otros). Esa discusión solo tiene sentido en democracia; en el autoritarismo o en la anarquía no hay soluciones viables para los dos problemas.
Se ha predicho el fin de la democracia moderna prácticamente desde que existe. Hubo predicciones al final del siglo XIX, en la primera posguerra, en la depresión económica de 1929, en la Segunda Guerra y posguerra. Fueron lemas para la Unión Soviética y China. La historia no se acabó, como predijo Fukuyama hace 30 años; es probable que la democracia tampoco le haga caso a Rosenberg. Esa resiliencia del sistema radica, posiblemente, en el dicho de Churchill (que no es tan simplón como algunos creen) de que “la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás”.
Es que la destrucción de un sistema, a largo término, no la definen el diagnóstico de los problemas ni la furia que producen, sino propuestas realistas de uno mejor.
Moisés Wasserman
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