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Lecciones de una campaña

Una nueva democracia, en parte impulsada por las redes, promueve los populismos.

Aprender es generalmente un acto de valentía; aprender de la política requiere una valentía extrema, la de reconocer los hechos. Hemos vivido algunos importantes durante estas elecciones presidenciales; tal vez ayuden a entender qué pasa con la democracia.
(También le puede interesar: La indignación)
Hace un par de años causó revuelo un trabajo presentado en el congreso de la Sociedad Internacional de Psicología Política. Su autor, Shawn Rosenberg, profesor de la Universidad de California, se preguntaba “si acaso la democracia se devora a sí misma”. No lo decía por sus imperfecciones, sino por nosotros, los humanos, que no tenemos las aptitudes psicológicas necesarias para desarrollarla bien.
El argumento (muy resumido) es que la democracia exige inmensos esfuerzos. Requiere que la gente respete a quienes tienen visiones políticas distintas, y a quienes son diferentes por origen y cultura. Les pide a los ciudadanos tamizar grandes cantidades de información y distinguir en ella lo bueno de lo malo, lo real de lo engañoso. Requiere seriedad, disciplina, rigor y lógica.

La mayoría de los votantes no tienen clara la dirección del cambio. Lo fundamental es la palabra ‘cambio’ combinada con la emoción de indignación.

Infortunadamente, esas no son nuestras características. La evolución, según muestran estudios experimentales de psicología social, ha seleccionado en nosotros rasgos que van en contravía. Los humanos tenemos múltiples sesgos. Surgen con gran facilidad los sentimientos negativos como el racismo y la xenofobia. Descartamos la evidencia que no cuadra con lo que queremos ver y magnificamos la que está de acuerdo con nuestros prejuicios. Tenemos la tendencia a alinearnos con una posición e ignorar otras diferentes.
Plantea Rosenberg que la razón del éxito de la democracia los dos últimos siglos fue la construcción de una institucionalidad (parlamentos, cortes, órganos de control, academia y prensa) que impedía, con su autoridad reconocida, que la sociedad se deslizara hacia soluciones simplistas. Esa institucionalidad ha perdido prestigio, y una nueva democracia, en parte impulsada por las redes, promueve los populismos.
Imposible no ver iluminada por esta descripción la actual campaña presidencial. Los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta basaron sus campañas en indignadas exigencias de cambio; en revueltas de víctimas contra victimarios. Hay que reconocer que la mayoría de los votantes no tienen clara la dirección del cambio. Lo fundamental es la palabra ‘cambio’ combinada con la emoción de indignación. Hay que salir de los de siempre (aunque eso lo digan muchos de los de siempre).
Los porcentajes de aprobación de los candidatos se alcanzaron antes de la publicación de sus programas de gobierno y no cambiaron con su publicación. Es decir, los proyectos no impactan. Algunos hechos que en otros tiempos hubieran llevado a escándalos y renuncias hoy afectaron poco la desaprobación: ni dineros por rutas extrañas, ni grabaciones comprometedoras y grotescas ni actitudes violentas. En un campamento hubo manifestaciones de misoginia; en el otro, también. Uno dejó de asistir a los debates; el otro, también, y no pasó nada. Es que los debates no han tenido efecto en los votantes. Los argumentos no cambiaron decisiones tomadas. Ahora la pelea de fans se concentrará en demostrar alternadamente que uno es “el verdadero cambio” y que el otro representa “un salto al vacío”. Las estrategias para la segunda vuelta estarán más centradas en atraer abstencionistas que en convencer oponentes.
Bastante pesimista la visión de Rosenberg; al final, en forma cautelosa y poco convencida, abre una pequeña puerta de esperanza: “La única alternativa es crear ciudadanía con la capacidad cognitiva y emocional que requiere la democracia. Eso implica una masiva iniciativa educativa, construida sobre el reconocimiento de que esfuerzos anteriores fracasaron”. Será para la próxima vez.
MOISÉS WASSERMAN
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