Hace años, después de una conferencia sobre la importancia de la ciencia para el desarrollo social, cultural y económico del país, un joven me hizo una pregunta difícil. Alto, con barba poblada, mochila arhuaca y mirada profunda, se paró y dijo: “¿Y para qué tanta ciencia, si de todas formas nos enfrentaremos solitarios a la muerte?”. Mi respuesta fue que la ciencia no se comprometió a acompañarlo en el momento de su muerte, solo se comprometió a que llegara más tarde y más gordo. Espero que no me haya creído del todo. Mi respuesta fue la que desde Aristóteles se da, separando las preguntas de la física de las de la metafísica.
Las descripciones científicas de Aristóteles han sido descartadas. Él no tenía ni conocimientos ni instrumentos para acertar. No hay éter, ni quintaesencia ni la Tierra es el centro del universo inamovible. También en biología se equivocó. El corazón no es el órgano del pensamiento, ni el cerebro refrigera el corazón. No hay generación espontánea de insectos, y sus teorías sobre el origen de animales exóticos son cómicas. Parecería que en su física estaban las respuestas a los problemas fáciles (infortunadamente equivocadas) y en la metafísica, las preguntas difíciles, imposibles de responder con ciencia. Pero esa frontera se está haciendo difusa hoy. Un número reciente de la revista New Scientist revisa respuestas novedosas a algunas de esas preguntas.
Entre ellas, las siguientes: ¿Cómo sabemos que existimos? Estrictamente, no lo sabemos, pero tenemos la fuerte sensación de existir. Un método usado en la investigación en genética humana consiste en descubrir la función cuando está ausente en una anomalía. Se busca entonces qué es lo que hay en el individuo normal que no está en el enfermo.
Si se quiere usar ese método para descubrir de dónde viene la sensación de que existimos, habría que encontrar a un sujeto que siente que no existe. ¡Y lo encontraron! El raro síndrome de Cotard se manifiesta con una fuerte convicción de inexistencia. Modernos escaneos de la actividad cerebral de esos enfermos evidenciaron que hay una región del cerebro totalmente inactiva, como si estuviera, solo ella, en un coma profundo. El cuento es más largo, pero se puede decir que hoy se conoce el lugar exacto en el cerebro que genera la sensación de existir. Claro que incluso en el caso Cotard debe haber un yo que experimenta el sentimiento raro. Es inútil tratar de convencerlo parodiando a Descartes con “pienso que no existo, luego existo”.
Entonces, el cerebro genera la consciencia, pero ¿cómo lo hace? No sabemos, pero, con respuestas aún muy parciales, la neurociencia está tratando de entender cómo un órgano tan material logra el truco de crear algo inmaterial y complejo como la consciencia.
Diferentes disciplinas tratan de responder otras de las preguntas difíciles. El origen del bien y del mal está siendo estudiado por la psicología evolutiva, que trata de explicar cómo se desarrolló en el humano el impulso de hacer el bien, aunque a veces vaya en contra del interés egoísta de propagar y perpetuar sus genes.
La física cuántica ha abordado varios problemas y da respuestas, a veces difíciles de entender por lo contraevidentes. Sobre el libre albedrío, por ejemplo, hay teóricos que plantean la existencia de múltiples universos y que cuando tomamos una decisión nos situamos en uno, entre los posibles. Por tanto, según ellos, no solo seríamos libres, sino que con nuestras decisiones estaríamos definiendo el universo en el que vivimos.
El encuentro de la física y de la metafísica es muy fértil, como lo son las interfaces entre distintos campos del saber. Nos esperan muchas respuestas interesantes desde la física a los antiguos problemas de la metafísica. Ojalá lleguen pronto.
Moisés Wasserman@mwassermannl