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‘Utopía de un hombre que está cansado’

Lo complejo del paro es la diversidad de temas y actores. Al mismo tiempo, lo hermoso es eso mismo.

Melba Escobar
En el cuento de Borges que lleva este título, el narrador se acerca a una casa igual a todas. No tiene cerradura, entra.
El esbelto habitante le cuenta al recién llegado que los gobiernos se acabaron: declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos, pretendían imponer la censura. Dice que al caer en desuso, los políticos tuvieron que buscar oficios decentes.
Cuando lo leí pude imaginar ese paraíso sin dogmas, cerrojos o prohibiciones. Pensé entonces que se parecía en algo a la Suiza que tanto quiero y conozco, gracias a que una de mis hermanas lleva viviéndola casi treinta años. La Suiza que he vivido es un país donde la gente decide democráticamente si subir el pasaje del tranvía, aumentar los impuestos o el control sobre las armas. Y así.
En la casa de mi hermana, en Ginebra, la puerta está siempre abierta. Como en la utopía del hombre cansado, no tiene cerrojo. Los extraños son bienvenidos. Y suele haber comida suficiente para quienes aparecen sin preaviso. A pocas cuadras de su casa está el cementerio de Los Reyes, donde está enterrado el autor de ‘Utopía de un hombre que está cansado’, cuento que aparece en ‘El libro de arena’. Borges pasó los últimos años de su vida en esa ciudad a la que dedicó su último libro: ‘Los conjurados’.
El hombre de dedos largos y túnica gris dice al recién llegado: “Ya no hay quien adolezca de pobreza, que habría sido insufrible, ni de riqueza, que habrá sido la forma más incómoda de la vulgaridad”.
Si hay un lugar en donde ocurren las cosas por primera vez es en la cabeza. Y en la cabeza de Borges ocurrió este mundo que se hace tangible en cuatro páginas. El mundo donde acaso todos querríamos vivir.
‘La utopía de un hombre que está cansado’ vibra con la pulsión de un imaginario común, la fe en el sueño compartido de un mundo libre donde todos somos soberanos sabiendo que el bien común es el mayor de los bienes.
Ahora que las fiestas de fin de año parecen ocuparlo todo, he tenido tiempo de pensar en las marchas de las últimas semanas. Creo que, más allá de quienes protestan por los ‘falsos positivos’, la implementación de los acuerdos de paz, las muertes de indígenas, los menores asesinados en un bombardeo del Ejército, la educación pública, las condiciones laborales, el exterminio de líderes sociales, la reforma pensional o tributaria, todas las anteriores u otras que no he mencionado, es la primera vez que salimos unidos a la calle. Por las libertades individuales, por los derechos de los trabajadores, en fin, porque somos muchos, porque queremos un país que hable en un lenguaje distinto, un país que nos permita crear comunidad desde la solidaridad, la aceptación del otro, el perdón, y no desde la narrativa de la desconfianza, el miedo, ni el odio.
Más allá de la insensata cifra de 104 peticiones formuladas por el comité del paro nacional, o de la ‘conversación nacional’ y su dudosa probabilidad de conseguir resultados, lo que ha pasado en las últimas semanas en la calle es un enorme motivo de celebración. Descubrimos un poder que no sabíamos que teníamos.
Lo complejo del paro nacional es la diversidad de temas y actores. Al mismo tiempo, lo hermoso del paro nacional es eso mismo. Tiene sentido llamarlo sancocho nacional; al fin y al cabo, en esa sopa espesa se funden frustraciones que traemos desde hace décadas, con negligencias y errores del gobierno actual. En la administración de Iván Duque, la gota rebosa la copa. La copa se derrama ante la incapacidad de lidiar con las carencias del Estado colombiano. Que los dirigentes de turno puedan hacer algo, lo dudo. Pero que el país vive un momento definitivo, de eso estoy segura. Hemos entendido que, en una verdadera democracia, el poder somos todos. Estamos compartiendo la utopía de un pueblo que está cansado. Y lo hemos visto en las calles. El futuro, ya comenzó.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes
Melba Escobar
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