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La peste que nos habita

Los seres humanos llevamos adentro este virus, esta mortalidad latente, universal e incurable.

Melba Escobar
El doctor encuentra una serie de ratas muertas en las escaleras de su edificio. La primera reacción del portero es decir que “las han traído de afuera”, porque “aquí no hay ratas”. Cuando ocurre esto en la novela de Albert Camus –publicada en junio de 1947–, me pregunto si será siempre un mecanismo humano, tribal, ese de poner en el otro, en un hipotético ‘más allá’, la responsabilidad del peligro que nos acecha. ¿En Wuhan dirán que el virus vino de afuera? ¿Existe siempre un ‘afuera’, un ‘otro’ a quién responsabilizar de nuestros males, esos que tanto nos cuesta aceptar como propios?
La novela del premio nobel de literatura francés, nacido en Argelia, plantea una serie de preguntas que nos llevan a mirarnos en un espejo trizado a través del tiempo y el océano. Aterra ver las similitudes con las fases que hemos vivido como sociedad frente a la progresión de la pandemia actual. Cuánto nos parecemos los seres humanos de todos los tiempos y latitudes. Cómo podemos repetirnos, las mismas idénticas reacciones, las fases de la negación al miedo, de la esperanzada obediencia a la resignación.
En ‘La peste’, la aparición cada vez más numerosa de roedores es un presagio de la enfermedad. La primera respuesta de los habitantes de Orán es la negación. Asocian la plaga con un tiempo en el que no existían el transporte público, los teléfonos, las salas de cine, los aviones ni los periódicos. Ellos, en cambio, se sienten inmortales, se creen inmunes.
Y sin embargo, así pensaran los ciudadanos de este lugar que no iban a morir, sucedió. Murieron por cientos. En gran medida porque en la historia de Camus, el escepticismo les ganó la partida. Al contrario de lo que ocurre en nuestro contexto, donde el confinamiento es nacional aunque el virus se concentra en las ciudades, en el Orán de hace setenta años no tomaron precauciones. Solo esperaron a que todo pasara, con el pensamiento mágico que nos lleva a situar la desgracia siempre en otra parte, como algo que no nos pasará a nosotros, al menos, ‘no a mí’.
Lo tremendo de este libro, vigente hasta el estupor, es que viene a concluir que, con o sin plaga, con o sin pandemia, siempre hay una tragedia latente en la existencia. La inclinación a la muerte súbita, el virus, cualquier suceso que pueda, en cualquier momento, llevarse nuestras vidas de manera instantánea y sin sentido, hacen parte de la condición humana.
El prerrequisito necesario, el único para morir de golpe y sin explicación alguna, es estar vivo.
Es así como Camus concluye que la peste somos todos. Esto lo dice no porque sea un epidemiólogo experto, o porque fuese un profeta, sino porque ha comprendido que todos y cada uno de los seres humanos llevamos adentro este virus, esta mortalidad latente, universal e incurable. Porque no fuimos, no somos ni seremos inmunes. Porque la muerte nos acecha desde el primer aliento de vida y nos define, como sociedad y como individuos.
En épocas de pandemia, coronavirus, gripe española, peste negra, o como queramos llamar al demonio de la mortalidad que sale cada tanto a danzar por los aires, esta verdad se vuelve innegable, se hace concreta, parece recorrer el mundo como un fantasma que viaja para recordarnos nuestra vulnerabilidad.
Este exilio en casa puede ser una oportunidad para aceptar que somos etéreos, pasajeros. Volver, como dice Camus, a descubrir que somos seres ávidos de ternura, necesitados de aprecio, todos por igual, sin categorías, rangos ni clases. Ojalá, abrazar nuestra propia fragilidad aligere nuestros días en este caldo de miedos, incertidumbres y necesidades que habitamos por estos días. Intentar estar del mismo lado, entendernos desde el afecto, porque así como llevamos el germen de la peste por dentro, también llevamos la semilla de la empatía. Sea esta la oportunidad de ponerla en práctica.
MELBA ESCOBAR
En Twitter: @melbaes
Melba Escobar
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