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Registro familiar y diario de rodajes

Mercedes Gaviria se aparta del bagaje de su padre cineasta.

Como el cielo después de llover (2020): ópera prima intimista y documental autobiográfico que acopia las experiencias de una estudiante de cine y sonidista profesional trasladada de Buenos Aires a Medellín, donde su padre rodaba en 2014 un cuarto largometraje titulado La mujer del animal. Con doce años sin filmar, desde los tiempos de Sumas y restas (“una cinta sobre narcotraficantes”), Víctor Gaviria consideró que Mercedes podría desempeñarse como su asistente de sonido y familiarizarse de paso con el método o las técnicas para dirigir actores naturales en una película realista de género bastante violento.
Mercedes Gaviria Jaramillo, igualmente narradora y editora, aprovechó las circunstancias del tenaz rodaje de aquel entonces en zonas deprimidas de ‘la capital de la montaña’ para desempolvar los registros fotográficos y videos hogareños (home movie), grabados año tras año por su ilustre progenitor cuando Mechi apenas era una perspicaz niñita voluntariosa e independiente en crecimiento. También recurrió al diario escrito en computador de una silenciosa madre embarazada antes de su nacimiento, hacia 1992; pero a medida que se encadenan imágenes visuales y bandas sonoras, alternadas con videollamadas y correos electrónicos, emergen nuevas formas de representación distantes del realismo social abanderado por su papá.
El resultado: un reportaje experimental, muy personal, revelador de aspectos desconocidos o del fuero privado que, sin ningún esfuerzo, se desliza por los senderos adecuados de una creatividad incipiente en busca de su propia identidad como artista. Algo interesante se fraguaba en sus comienzos, con las tomas del subte y la avenida Corrientes que ella misma presenta en off con cámara en mano para enseguida invitarnos a escuchar el rumor urbano. Porque no es gratuito su interés en observar una planta dormidera (mimosa púdica o sensitiva) y palpar sus pequeñas hojas; tampoco, el seguimiento en formato de crónica a las instrucciones dadas por Víctor, detrás de cámaras, o al posar su mirada sobre episodios recreativos o de rumba en espacios tanto familiares como sociales.
¿Cómo define la directora y también fotógrafa Gaviria al responsable de La vendedora de rosas? Un ser muy especial, rodeado siempre de gente que lo quiere, nervioso e hiperactivo (“un roble, el único que no se enfermó durante seis semanas de rodaje sin dejar de llover”). Cuenta cómo al terminar de grabar lo vio con miedo cuando reconoció que sentía fascinación por ese protagonista animal (“un monstruo”); aunque deshidratado y enguayabado, no pierde la ocasión para dejarlo ver superanimado e igualmente regañón –al discutir con su hijo Matías, a quien nunca le interesó ser objeto de filmación–. Es que… “en el cine de mi papá, ficciones y realidades convergen todo el tiempo” –opina tan delicada joven–.
Ubiquemos, entonces, los contextos sociales de La mujer del animal (2016), tras el característico núcleo popular explorado por Víctor –desde las lomas o comunas deprimidas del Valle de Aburrá–. Personajes desarraigados provenientes de tales sectores en constante zozobra, mujeres particularmente víctimas acosadas por bandas organizadas o delincuentes comunes, y prostitutas originales del Parque Berrío. “Una cadena de infamias”, abundante en agresiones e irrespetos contra vulnerabilidades azotadas por miedos, golpizas y violaciones. Bastará ver Buscando al animal, un detrás de cámaras dirigido por Daniela Göggel –hija del productor Erwin–, con testimonios de víctimas que se atrevieron a contar sus desgracias y humillaciones.
En tres palabras, la señora Margarita Gómez lo resume: “mi marido era un drogadicto, un violador y un asesino”. Es así como un chofer de buses, en Rionegro, con una mirada atemorizadora, se acopla al dilema escénico “como si la fuerza del animal pudiera resucitar en un actor”. Al transcribir el guion técnico sobre la pantalla, emplazado en un rancho de perros, la novel realizadora confiesa haber cerrado los ojos en su rodaje y limitarse a escuchar la oscura escena de violaciones anales en una orgía con prostitutas.
Como film de montage en su parte inicial, sin pretender revisar las lecciones escénicas dadas por Gaviria, debe conducirnos a revisar el exhaustivo material de Poner a actuar pájaros (Erwin Göggel, 2017), por cuanto recopila veinte años después una serie de entrevistas con Leidy Tabares y sus amigas supervivientes. Érase un verdadero making of, con sus respectivos métodos de representación, lo que constituye una auténtica lección de cine-verdad y nos permite apreciar cabalmente tanto las contradicciones humanas como la sensibilidad social de un poeta social.
Lo que sí propone Mercedes Gaviria es otra forma de hacer cine, en busca de lenguajes y sonidos vinculados al medioambiente: cielos nublados y arrebolados, fases de la luna entre destellos y nubes, amaneceres, etcétera. A mi parecer: lástima no haberse hecho una curaduría de sus descartes, o al menos la restauración de imágenes desenfocadas e inestables –videos pixelados por el paso del tiempo y frecuentes barridos o primario uso del zoom–. Cuando ella detiene algún minuto su mirada en trasplantar y regar una maceta, sugiere estilos pausados e inquietudes diversas sintetizadas en su aparición final: con boom en sus manos, de espaldas y en campo abierto, registra ruidos lejanos para entonces modular silencios y tópicos abarcados.
De tal padre, tal hija… Dos oportunos ejemplos del mundillo cinematográfico: Francis Ford & Sofía Coppola –cada uno por su lado desde Nueva York y San Francisco–, y los argentinos Luis & Lucía Puenzo. Mientras que la primera de las mencionadas debutó con Las vírgenes suicidas para consagrarse gracias a Perdidos en Tokio (Lost in Traslation), la segunda lo hizo con el dilema transexual XXY (2007) para autodefinirse dos años después en El niño pez.
Mauricio Laurens
Cine al Ojo
maulaurens@yahoo.es
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