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Una tragedia procesal

A la justicia en Colombia terminó definiéndola el amor o el odio por Álvaro Uribe.

Yo no sé si Álvaro Uribe al fin es inocente o culpable. Por lo menos la Fiscalía asegura que no pudo probar que él ordenó sobornar a testigos. El dictamen, respaldado en su indudable competencia, merece crédito.
Lo que sí no tiene discusión es que Uribe, de ninguna manera, habría tenido en la Corte Suprema de Justicia un proceso justo e imparcial. Hubo magistrados que lo manejaron con escandalosas arbitrariedades, guiados por un odio político visceral contra él.
No de otra manera se explica el caos probatorio que reinó en el proceso. Apenas ahora acaba de aparecer el celular de Monsalve, el testigo estrella contra Uribe, que andaba escondido bajo las enaguas de un togado. Las pruebas se recolectaron, se valoraron y se filtraron selectivamente. Sin justificación, lo tuvieron preso siete meses. Le chuzaron el teléfono. Grabaron a uno de sus abogados con un reloj espía. Impidieron que su defensa contrainterrogara a testigos claves.
Entonces, ¿por qué se duda de la credibilidad de las razones de la Fiscalía para pedir la preclusión del proceso? Porque se estrellan con un país dividido entre quienes están convencidos de que el caso Uribe habría terminado en condena fija, por razones políticas, si se queda en la Corte, y quienes creen que fue también por razones políticas que la Fiscalía pidió la preclusión.
Es decir, perdimos la confianza en la imparcialidad de la justicia. Que no solo debe estar por encima de las disputas, sino por fuera de ellas. Es la base de su legitimidad.
Fue tal la persecución política de un sector de la Corte contra Uribe que dejó contaminada la imparcialidad del resto del proceso, bajo la arrogante consigna de que arrancaba la era del gobierno de los jueces.
Es decir: entre los colombianos, ni la decisión de absolver a Uribe ni la de condenarlo goza de la presunción de pulcritud y neutralidad. La gente no cree en la justicia, ni para un lado ni para el otro.
Esta bronca política con la Corte Suprema arrancó hace años, cuando algunos de sus magistrados resintieron que Uribe, entonces Presidente, quisiera “pordebajearla”, reconociéndole a la Corte Constitucional prevalencia sobre los fallos de tutela. Hasta ahí la bronca solo requería un poco de manejo. Pero Uribe, mal asesorado por los dos ministros de Interior y de Justicia de la época, resolvió casar esta pelea a fondo, y se produjo una batalla campal en la que ha pasado de todo.
Incluso, que ante el acoso que ya le manifestaba la Corte, alguien del Gobierno tomara la insólita decisión de ordenar a unas señoras de los tintos que colocaran micrófonos bajo la mesa de la sala plena de la Corte. Las grabaciones obtenidas, ilegales por su origen, vale la pena analizarlas solo por curiosidad, porque en ellas se oyen cosas. Por ejemplo, al entonces magistrado Leonidas Bustos recomendar que la Corte no fallara jurídica sino políticamente. Y al magistrado Tarquino Pacheco proponer, por conveniencias políticas, que no hubiera salvamentos de voto. Y entre los dos, considerar a Uribe un estorbo que había que remover. En venganza, la Corte se negó a cumplir con su deber constitucional de escoger fiscal de las ternas enviadas por Uribe, y nos tuvo año y medio en interinidad.
Mientras tanto, el Gobierno se puso a escarbarles a los magistrados en sus patrimonios, a ver si era cierto que recibían favores y dádivas de conocidos lavadores de dinero y narcotraficantes. No faltaron los magistrados que acusaron al Presidente de la República de querer matarlos, quebrándoles el chasis de sus automóviles. Y en tono de traición, Uribe no dudó en ‘sapear’ con nombre propio a magistrados que le habían pedido puestos.
En este ambiente tan espeso, descrito en este resumen apretado y desordenado, Uribe se enteró de que Iván Cepeda andaba de cárcel en cárcel buscando reos que lo incriminaran con el paramilitarismo. En su defensa, optó por demandar a Cepeda ante la Corte, acusándolo de ofrecerles, a cambio, asilos en el extranjero y privilegios penitenciarios. Cuál no sería la sorpresa cuando la Corte no solo le cerró a Cepeda el proceso, sino que se lo abrió a Uribe, exactamente por los mismos argumentos, pero al revés.
Para protegerse de las arbitrariedades que siguieron, Uribe renunció al Congreso, con lo que la Corte perdió competencia y la adquirió la Fiscalía. Pero el proceso, aun hoy, conserva su fatal óptica política.
Por eso, para un sector del país, Uribe sencillamente no puede ser inocente, así lo sea. Y para el otro, Uribe nunca podrá ser culpable, así lo sea.
Increíble. A la justicia en Colombia terminó definiéndola el amor o el odio por Álvaro Uribe.
Entre tanto… Propongo cambiar el nombre de Bogotá, Distrito Capital, por Bogotá, Distrito Glaciar.
MARÍA ISABEL RUEDA
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