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El virus y la mano extendida

Aunque es prematuro decirlo, después del coronavirus, muchas cosas no volverán a ser iguales.

Ninguna epidemia o pandemia de las que han afectado a la humanidad se ha rendido sin antes dejar profundas huellas. Demarcan eras. Así lo confirman los historiadores que asocian, por ejemplo, el fin de la peste negra, que azotó en el siglo XIV a Europa, matando entre el 30 y el 60 % de su población, con el fin de la era del feudalismo. La gripe española (que no nació en España) mató a entre 20 y 100 millones de personas entre 1918 y 1920. Los historiadores dicen que dejó abierto el camino a la urbanización y a la economía industrial. Muchos años después, el VIH cambió las costumbres sexuales, dejando sembrado para siempre, quizás, el hábito del uso del condón.
Y, aunque aún es prematuro asegurar cuáles serán los cambios que traerá consigo el coronavirus, es seguro que muchas cosas no volverán a ser iguales en el planeta. El teletrabajo habrá llegado para quedarse, como un mecanismo para tener espacios físicos laborales más reducidos y menos gente atestando los buses de servicio público, desplazándose hasta el otro extremo de la ciudad a trabajar. Y, ¡por fin!, el lavado de manos será considerado una costumbre seria. Mientras, las relaciones interpersonales quién sabe si algún día, cuando esto pase, recuperarán la calidez que alguna vez tuvo saludarse de beso en la mejilla o con un fuerte apretón de manos.
Por lo pronto, en la escala de 13 pasos para defenderse de una epidemia o de una pandemia, muchos países, más rápido que otros, ya han recorrido varios. El primero y más elemental era poner a la gente a lavarse las manos. Pero van aumentando las medidas que tendrán un fuerte impacto en la vida diaria. En EE. UU., por fin Trump descubrió que el coronavirus es una amenaza real. Aunque se recomienda a la gente que pueda hacerlo trabajar desde su casa, salvo en muy pocos países, se ha implantado el cierre obligatorio de fábricas o industrias o el acordonamiento completo de ciudades para controlar el contagio. De que ello no es un imposible ni siquiera en Colombia, sin descartar en primera medida a Bogotá, da fe el anuncio de las medidas preventivas contra el virus por la alcaldesa Claudia López, en el que dejó deslizar, sin que la gente se diera mucha cuenta, el concepto de que todo sacrificio que se haga ahora es preferible a un toque de queda en la ciudad, que ya no incluya solamente cierre de colegios y universidades, cancelación de conciertos y eventos deportivos, ceremonias masivas en las iglesias, congresos, viajes de placer o empresariales, sino, de verdad verdad, acuartelamiento obligatorio y multas y hasta cárcel por salir a la calle sin necesidad.
De los errores tenemos que aprender. Entre los países más afectados, China trató de tapar del mundo los primeros brotes del virus, hasta que ya no pudo más. Irán, algo parecido. Italia más bien se burló de la histeria del coronavirus hasta que le tocó mandar al país a la casa. Colombia ha logrado demostrar que tiene un gobierno alerta, aunque en el caso de los cruceros nos dejamos coger bobamente una ventaja en el puerto de Cartagena y tarde se tomó la decisión de prescribirlos por un tiempo. El Dorado también ha demostrado huecos. Pero la amenaza más grande sigue siendo la frontera con Venezuela.
Si nos va bien, y logramos que nuestro entorno y nosotros mismos esquivemos la crisis, quedaríamos obligados a habituarnos a cosas que normalmente nos parecerían estéticamente tremendas. Empezando por el uso de mascarillas, que son horrendas y de entrada producen asco, y que las autoridades sanitarias hoy solo recomiendan o para quienes están contagiados o están cuidando un enfermo. Si eso se cumpliera a rajatabla, habría que salir despavorido a la simple vista de alguien con la marca de la máscara. Otra palabra horrorosa que entra en nuestras vidas es ‘gotícula’. Porque las gotículas, cuya sola mención también da asco, son la autopista del coronavirus. Las emitimos las personas cuando tosemos, estornudamos, exhalamos o hablamos. Por lo tanto, no se recomienda estar a menos de un metro de nuestro interlocutor.
Por último, confieso que hasta ahora no me he atrevido a dejar a una sola persona con la mano extendida. Me muero de la pena. En cambio, a mí sí me han cambiado la mano por el ‘punch’ del puñito. Y toca colaborar. Pero no solo este tipo de cosas pequeñas, sino otras más grandes, como la forma como trabajamos o nos congregamos, dejarán profundos cambios, y algún día estaremos contando el cuento que todavía no tiene final feliz: el día en que la humanidad derrotó la pandemia del coronavirus. Para entrar, en unos años, en la siguiente que venga.
Entre tanto... Así sea el virus de la inteligencia artificial.
MARÍA ISABEL RUEDA
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