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¿Deben condenar a Trump?

Pretender que en EE. UU. nada sucedió y que no haya consecuencias es el peor de los mundos.

Sí, y me incluyo. Hasta le conviene al Partido Republicano, para que no se convierta definitivamente en el “partido de Trump”. Pero el asunto no es así de simple.
No es que los excandidatos Bernie Sanders o Elizabeth Warren no tengan seguidores fanáticos, o que Kamala Harris no posea una lengua viperina, a lo Trump. O que bajo los ocho años de Obama no existiera una creciente polarización cultural y política entre demócratas y republicanos, como lo recuerda ‘The Economist’. Sino que Trump ha sido el presidente más divisorio de la historia contemporánea. La diferencia con Obama y el propio Biden es que repudian la polarización, llamando más bien a la unidad, mientras que Trump la volvió incendiaria. No en vano, dos meses antes de las elecciones, 40 % de ambos partidos creía que se justificaba la violencia si ganaba el opositor. Hoy, 1 de cada 6 de sus votantes defiende la toma del Capitolio, pero 70 % de ellos creen en lo del fraude.
Y esto da hasta risa. En 230 años, en EE. UU. hubo dos ‘impeachments’ presidenciales. En solo 13 meses, esa cifra se duplicó con Trump.
La acusación de la Cámara será resuelta en juicio por el Senado. Pero una condena requerirá una mayoría de 2/3 partes, y el juicio transcurrirá cuando Trump ya no sea presidente. No pocos constitucionalistas opinan que eso no se puede hacer. La palabra final la tendrá la Corte Suprema, de tendencia conservadora.
La acusación es incuestionable. Incitación a la insurrección. Pero Trump es responsable de mucho más. De haberle mentido cuatro años a su país, la última con el supuesto fraude electoral, y de un intento de revocar los resultados, mientras los invasores del Capitolio amenazaban con ahorcar al vicepresidente Pence, un pelmazo que a última hora sacó una dignidad desconocida.
Se necesitaría que 17 senadores republicanos le quiten el apoyo a Trump, como lo hicieron 10 de la Cámara. Y hay preocupación de que, por estar en el juicio, el Congreso distraiga su atención de las medidas urgentes de los 100 primeros días del presidente Biden. Además, se teme que el ‘impeachment’ divida aún más al país. Pero pretender que en EE. UU. nada sucedió y que no haya consecuencias es el peor de los mundos. Hay incluso importantes académicos preguntándose: si a Trump lo tumban cuando ya se fue (en tres días), ¿no se estarán embarcando en una venganza inútil?
El ‘impeachment’ no es una medida penal. Es una acusación de índole política. Pero, al igual que en lo penal, en donde el castigo a un delincuente debe ser proporcional a su delito y tiene como propósito que la ofensa a la ley no vuelva a ocurrir, se trata de que Trump no se pueda reelegir en el 2024.
Pero hay más. La condena lleva implícitos los límites de lo que puede hacer o no un presidente, con un ojo puesto no solo en lo sucedido sino en lo que pueda suceder, porque lleva un mensaje claro a quienes quisieran seguir las huellas de Trump.
Ahora. No alcanzo a profundizar en un tema tan vital para una democracia, pero lo voy a dejar planteado. A Trump le pueden prohibir que se reelija, pero no que hable. La página web The Conversation (organización de editores profesionales) dice que cuando los oligopolios deciden sobre la libertad de expresión, ahora que a Trump le cerraron las redes, se dibujan unos límites peligrosos para la liberad de expresión en una democracia. Y en el caso concreto de Trump, hay falta de consistencia y proporcionalidad. Sus trinos producen justificado temor de que puedan incitar a la violencia, pero no traspasaron, literalmente, el derecho constitucional a la libre expresión. Se supone que las redes son neutrales, y no se deben dejar empujar a las batallas partidistas. Puede que Twitter, Facebook, Instagram y YouTube pertenezcan a compañías privadas que legalmente pueden hacerlo. Pero, como lo dice Angela Merkel, las compañías privadas no deben determinar los límites de la libertad de expresión. Sus ejecutivos no vienen de elección popular y, según la ley de telecomunicaciones de EE. UU., que establece que las redes no son empresas editoriales y por lo tanto no son demandables, dejar en manos de los oligopolios el control de las libertades fundamentales produce escalofríos. De un proceso político fácilmente se puede estar pasando a la censura. Hoy, los demócratas aplauden. Mañana ellos mismos pueden ser silenciados por sus propios enemigos.
La ecuación es fácil. De un señor Bezos depende Amazon, la cadena abastecedora del mundo. De un señor Zuckerberg, la libertad de expresión del mundo. (¿Y qué tal lo de la privacidad en WhatsApp?)
¿Será que la condena a Trump pone en marcha la urgente sanación de EE. UU.?
Entre tanto... Mientras más se sepa sobre los contratos de las vacunas, mejor. Nunca había sido más importante ver para creer.
MARÍA ISABEL RUEDA
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