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El pacto de la Torre del Reloj

Los que abdican de su propia ideología para adherir a la contraria transitan a su autoeliminación.

María Isabel Rueda
No me atrevo a afirmar que uno de los primeros actos de gobierno de Gustavo Petro fue acabar con los partidos. Ellos lo hicieron solitos. Desde que Belisario, que era conservador, resultó de izquierda. Uribe, que era liberal, resultó de derecha. Juan Manuel Santos, que también era liberal, se volvió uribista.
Los liberales, dirigidos por César Gaviria, quien tuvo estruendosas derrotas con dos candidatos (Rafael Pardo, con 638.000 votos, y luego Humberto de la Calle, con 396.000), renunciaron ya, en las últimas elecciones presidenciales, a la idea de lanzar candidato propio.
Por su parte, el Partido Conservador, desde mucho antes, había abandonado su vocación de poder. Se contentó con ser vagón de todo gobierno. Solo Andrés Pastrana, voz en el desierto, por reclamar dignidad, no tiene un voto.
Colombia, donde funcionaba hasta hace relativamente poco un sistema presidencial bipartidista, hoy se parece más a un régimen parlamentario con una cantidad de partiditos obligados a hacer coaliciones para construir mayorías y pasar las leyes, sometiendo a los presidentes a las prácticas clientelistas de siempre.
Este gobierno no es la excepción. La pura verdad es que Gustavo Petro no fue el que acabó con los partidos. Él primero los derrotó, y después los compró.
Sin ninguna vergüenza, la mayoría de ellos aceptó gustosa el pacto de la Torre del Reloj, lugar en Cartagena donde la ‘damisela’, a quien el alicorado senador Álex Flórez compró sus servicios sexuales, asegura que se hizo el trato.
En este pacto de la Torre del Reloj se hizo un trato parecido. El objeto contractual cambia, pero el mecanismo subsiste: los partidos se entregan, y a cambio serán retribuidos.
Pero los que abdican de su propia ideología para adherir a la contraria están transitando por el camino de su autoeliminación: con ello se privan de su esencia.
Es particularmente duro que lo hayan hecho dos partidos históricos, el Liberal y el Conservador. Al declararse de gobierno no fue que “adhirieron” a una ideología, sino que “se adhirieron”, como las sanguijuelas, a los vasos sanguíneos para chupar de ese grupo ideológico, perdiendo cualquier interés en influir en la trayectoria hacia el porvenir. Pasaron, sin pestañear, a la visión contraria de la construcción de la vida social.
Aunque el expresidente César Gaviria, antes de abandonar la ideología y quedarse con la burocracia, fue alguien trascendente en la historia del país. En cambio, el jefe que escogió el Partido Conservador, el senador Carlos Trujillo, es un hombre oscuro, del que poco o nada se sabe. Solo que Trujillo y su abyecto escudero, el contratista de la alcaldía de Itagüí y hoy ministro de Transporte, Guillermo Reyes, comenzaron a redactar desde la primera vuelta su memorial de abdicación, dominados por la avidez de sus estómagos insaciables.
Lo más ridículo de todo han sido las disculpas.
El senador Trujillo advierte, por ejemplo, que “los partidos de gobierno gobiernan”. Asegura que su adhesión no es ideológica sino solamente a la solución de los problemas que (sic) “necesitan los colombianos”. El liberalismo advierte que siguen existiendo líneas rojas y que se reserva el derecho a disentir. ‘La U’ explica que apoya las iniciativas de la paz pero que no está girando un cheque en blanco.
Y el presidente del Congreso, Roy Barreras, probablemente el artífice de este arrollador triunfo del gobierno Petro, les da la bienvenida a todos: “Aquí los necesitamos, los queremos, y sabemos que los partidos de gobierno tienen el derecho y el deber de participar del gobierno”.
Pero claro, una cosa es gobernar y otra, administrar. Gobernar es conducir a un país con arreglo a una ideología. Administrar es desarrollar las tareas cotidianas de la administración pública. Pero un gobierno no puede tener distintas ideologías. Ganó la de Petro, y punto. Una ideología acoge una manera de entender la historia política de Colombia, los comportamientos sociales, su futuro. Tiene sus propios puntos de vista sobre las relaciones Iglesia-Estado, el derecho a la vida, la legitimidad de la riqueza lícita, la libre empresa como motor del desarrollo y no como una aglutinación de trabajadores explotados, por ejemplo. Cada ideología es una cosmovisión que no es intercambiable.
Los partidos colombianos, con mínimas excepciones, se entregaron al gobierno Petro a cambio de participar en los gajes del presupuesto, la contratación y el empleo, para satisfacer apetitos individuales. Su abdicación nos condena a una era de homogeneidad, que no va a contribuir a desarrollar sino la visión de la sociedad de Gustavo Petro. Y de ese pacto, parecido al del senador Flórez, que liquida a los partidos colombianos a cambio de recompensas, queda como testigo muda la Torre del Reloj de Cartagena.
MARÍA ISABEL RUEDA
María Isabel Rueda
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