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Las mujeres sucias de Trump

Más de tres millones de ciudadanos -en su mayoría mujeres- demostraron que la sociedad estadounidense no se dejará quitar el terreno conquistado en materia de equidad.

Pocos habrían predicho que el 2017 empezaría con la presidencia en Estados Unidos de un comerciante famoso por un reality. Podría decirse que incluso él recibió el cargo con cierta incredulidad. Su discurso inaugural, impregnado de violencia contra los musulmanes y con un patrioterismo digno de nuestras repúblicas bananeras, fue el caldo de cultivo perfecto para las multitudinarias marchas que tuvieron lugar en su contra un día después. En California, 750.000 manifestantes; 500.000 en Washington, e incluso en ciudades pequeñas y republicanas como Omaha y Lincoln, la marcha contó con más de 17.000 participantes. Si bien el temor por su poca preparación para gobernar es real, más de tres millones de ciudadanos –en su mayoría mujeres– demostraron que la sociedad estadounidense no se dejará quitar el terreno conquistado en materia de equidad, respeto a la diferencia, libertad de prensa, protección a los derechos de los inmigrantes, de los afroamericanos, de las mujeres y, en suma, de todos aquellos que no aparecen en el ‘Top 100’ de Forbes de los magnates de EE. UU.
Esos ciudadanos que condenan el racismo, el sexismo, la xenofobia llevan ocho años preparándose, sin saberlo, para poner en marcha la más poderosa herramienta contra el totalitarismo: el activismo político. Y los medios de comunicación, satanizados desde la primera rueda de prensa del nuevo presidente, se preparan también para una batalla campal en defensa de la libertad de expresión, del derecho a la información, a la discrepancia y, sobre todo, en defensa de la verdad.
Que Donald Trump negara, por ejemplo, que asistieron muy pocas personas a su posesión comparada con la de Barack Obama, es un ataque directo a la verdad.
Consuela pensar que el músculo del activismo político está sano y fuerte en Estados Unidos, que la sociedad sabe cómo organizarse, participar y cómo luchar de forma pacífica hasta conseguir cambios reales en materia de derechos humanos. El ambiente de miedo que se vivió la noche de las elecciones se ha transformado en un deseo de luchar para que no se estigmatice a los musulmanes, para que no se degrade a la mujer a objeto sexual, para que se enaltezca la cultura negra y chicana, para que se protejan las artes y, en suma, para que sobreviva el legado de un pueblo que se ha ganado a pulso su prestigio mundial como pionero de los derechos de las negritudes, de las mujeres y de los inmigrantes.
Esa nación, hija y nieta de hombres y mujeres que marcharon por el derecho al voto femenino, por el fin del racismo, por la protección de los discapacitados, le ha demostrado al mundo que un país no siempre es representado por su presidente y que los cambios realmente relevantes de la sociedad deben venir de la sociedad misma, no de un hombre enardecido dando órdenes desde la Oficina Oval.
El inicio de la presidencia de ese mercader de reality shows y de reinados de belleza marca también el comienzo de un remezón positivo en la sociedad estadounidense, donde se fortalecerá la lucha por los derechos que creían conquistados y que, hasta cierto punto, dieron por hecho con las dos presidencias de Barack Obama.
Parte de la tarea de aquellos que quieren seguir en el 2017 –y no volver a 1950– es realizar una labor de pedagogía con los ciudadanos que votaron por Trump. Está visto que muchos desconocen las verdaderas intenciones del nuevo presidente y no se han tomado en serio sus discursos incendiarios, islamofóbicos y xenofóbicos. Mientras más estadounidenses sepan quién está dirigiendo a su país, más fácil será evitar un retroceso brutal en materia de derechos. Su llegada al cargo más importante del país lo pone también en el centro del escrutinio público y le será más difícil salir bien librado en temas controversiales, como la declaración de renta que se niega a hacer pública. Su torpeza al mezclar visitas de corte diplomático con sus negocios personales podría costarle, incluso, la primera magistratura.
Por lo pronto es claro que millones de ciudadanos sentaron una posición en contra del mandatario neoyorquino y a favor de las mujeres, y también es una postura en contra de su chabacanería y de su absoluto desconocimiento de lo que significa ocupar el cargo público más importante del planeta. Esas nasty women o “mujeres sucias” que él tanto aborrece, esas mujeres de carácter que se han ganado sus derechos a pulso, se convertirán en su peor pesadilla.
La resistencia a su mandato es poderosa y la ceguera de Trump al respecto –niega los alcances y la magnitud de la Marcha de las Mujeres del 21 de enero– no hará sino fortalecer esa facción informada de la sociedad que marchará todas las semanas, si es necesario, para evitar que este mercader los devuelva a la sociedad machista, racista y descaracterizada de los años 50, al estilo de 'Mad Men', a la que tanto anhela volver.
María Antonia García de la Torre
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