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Niño mujer

Me arriesgo a afirmar que las normas que se meten con la identidad enferman psicológicamente.

Viví toda mi infancia en el barrio Normandía de Cali, un apacible grupo de casas aferradas al barranco de una gran loma. No circulaban casi carros por nuestra calle, así que pasábamos mucho tiempo jugando afuera.
Un día nos sorprendió el vecino que vivía justo al lado nuestro –un niño que no pasaba de los seis años– al salir envuelto en una toalla como si fuera un vestido strapless, en tacones y con los labios embadurnados de colorete rojo, gritando a voz en cuello: “¡Yo quiero ser mujer!”. Esta escena se repitió muchas veces. Nunca pude ver la reacción de su mamá –una señora muy bella y exitosa en los negocios–, pues el niño, cuando hacía este performance, estaba siempre escoltado por su nana, quien lo dejaba contonearse a gusto y repetir su mantra a media lengua.
No me escandalizaba la transgresión que aquel casi bebé hacía, tal vez porque la transparencia con la que pregonaba su deseo resonaba con la mía y la de los otros niños, que no atinaban a juzgar aquello como bueno o malo.
Pero el binarismo adulto ya tenía bien instituido que querer adoptar conductas, gestos y vestimentas contrarios al género asignado a cuenta de nuestro sexo biológico era un problema sicológico. Por eso veíamos a nuestro pequeño vecino practicar su deseada feminidad con más y más lágrimas, haciendo rabietas mientras su niñera lo amonestaba diciéndole: “¡No más este jueguito!” y lo entraba a la casa contra su voluntad. En algún momento se mudaron y no volvimos a saber de él hasta que, tres décadas más tarde, cuando mamá e hijo habían creado una empresa que obtuvo reconocimiento mundial, oí en la radio que el muchacho se había suicidado.
Me arriesgo a afirmar que las normas que se meten con la identidad son las que enferman psicológicamente a la gente porque brindan opciones limitadas para manifestar el “sentirse ser” frente al “sí mismo” y a los demás. Los comandos de género son un bozal para la identidad de todos nosotros. Puede ser mucho más perturbador obsesionarse con ser idénticos a una norma que aceptar que somos individuos en tránsito constante, abiertos a la diversidad fluctuante del mundo que cada vez nos interpela y nos afecta con más contundencia.
Resulta imposible determinar taxativamente qué es eso de ser hombre o mujer sin caer en arbitrariedades y expresiones de violencia que pueden llegar a transformar la sabia inocencia de un niño en una tragedia.
Margarita Rosa de Francisco
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