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¿Hidroeléctricas al banquillo?

Estas generan tanto altos costos sociales y ambientales como grandes beneficios.

Hidrouitango es ya el mayor desastre socioambiental producido por una obra de ingeniería en Colombia, como se evidencia en el sufrimiento y la incertidumbre enfrentados hasta hoy por los miles de pobladores que habitan aguas abajo, así como por los trabajadores que exponen sus vidas para evitar lo que podría llegar a ser una tragedia de proporciones inéditas en nuestra historia. ¿En qué errores se incurrieron? ¿Se hizo un adecuado estudio de los riesgos sociales, ambientales, geológicos y de construcción de esta megarrepresa? ¿Ha faltado transparencia de EPM en la información suministrada sobre este hecho y sus riesgos, tal como se ha venido afirmando? Estas y muchas más preguntas deberán ser respondidas a cabalidad por entidades independientes de EPM y sus constructores.
Pero la prioridad hoy es evitar a toda costa que haya víctimas mortales, y atender y compensar a los miles de desplazados y afectados a la fecha por este suceso, a partir de los principios más rigurosos de justicia y equidad.
Para muchos ambientalistas, Hidroituango es una demostración contundente de que las hidroeléctricas han sido una maldición. Su condena se fundamenta en sus negativos impactos; entre otros, la pérdida de biodiversidad como consecuencia de la inundación de extensos territorios; la fragmentación de los ríos que cortan las rutas migratorias de los peces y, en general, el flujo de la vida, e impiden el paso de los ricos limos que fertilizan los suelos aguas abajo; y el desplazamiento de comunidades que con mucha frecuencia han sido víctimas de la violación de sus derechos.
No obstante, el sistema hidroeléctrico ha sido una bendición para Colombia, sin desconocer con ello que en la construcción de algunas unidades se hayan cometido errores de diversa índole, y que, quizá, algunas represas nunca debieron ser emprendidas. Y es que las hidroeléctricas producen una energía limpia: es decir, contribuyen ínfimamente al cambio climático, el mayor problema ambiental enfrentado por la humanidad; cerca del 70 % de la energía eléctrica de Colombia proviene de esta fuente que, además, ha tenido un bajo costo en comparación con otras formas de generación eléctrica. Y, en muchos casos, estas represas prestan otros valiosos servicios: el control de inundaciones, la irrigación para el cultivo de alimentos y el suministro de agua para los acueductos.
En síntesis, las hidroeléctricas generan tanto altos costos sociales y ambientales como grandes beneficios, y, por eso, hacen parte de complejas decisiones públicas que configuran profundos dilemas entre el desarrollo y el medioambiente. Por fortuna, según un nuevo informe de la Agencia Internacional de Energías Renovables (Irena, 2018), el costo por Kw/hora de las energías renovables no convencionales (ejemplo: solar y eólica) ha bajado tan dramáticamente en los últimos siete años que ya son competitivas con las energías convencionales. Este es un hecho reciente y, por eso, en Colombia, en los últimos veinticinco años, no habría sido posible erigir un sistema de energías renovables no convencionales, en lugar de algunas de las hidroeléctricas que se construyeron, como algunos lo sugieren.
La crisis de Hidroituango ha puesto de nuevo de relieve que Colombia está retrasada en el desarrollo de las energías renovables no convencionales y que es urgente promoverlas. La meta es conformar un portafolio de generación de energía eléctrica de diversas fuentes que esté en línea con el cumplimiento de las obligaciones adquiridas por Colombia en el Acuerdo de París sobre cambio climático y que asegure un suministro de energía seguro y estable. Seguramente este portafolio requerirá también de algunos proyectos hidroeléctricos, ahora menos, pero se deberían excluir las megarrepresas tipo Ituango dados los altos riesgos asociados, como nos lo enseña la dramática crisis por la que se atraviesa.
MANUEL RODRÍGUEZ BECERRA
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