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Una verdad dolorosa

Es una mancha en el uniforme de un Ejército donde hay miles de militares buenos.

Luis Noé Ochoa
Lo que confesaron esta semana los militares en Ocaña, Norte de Santander, sobre los espantosos ‘falsos positivos’ estremece, causa dolor y rabia. Creo que jamás en la historia de nuestro país y del mundo se había producido un acto en el que exmiembros de las Fuerzas Militares, en las que uno confía, entre ellos un general, se pararan frente a las familias de las víctimas –60 personas con la indignación en el corazón oprimido– a decirles ‘yo asesiné a su ser querido, que era inocente’ y a pedirles perdón. Eso lo hace un acto histórico y valiente, aunque más valiente hubiera sido no haber asesinado.
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Pero era tal la máquina de muerte que los militares que se negaban de golpe corrían la suerte del suboficial Raúl Carvajal, quien fue asesinado, según denunció su padre, don Raúl, ese valiente hombre de blanco bigote que nos conmovió cuando hace unos 12 años llegó desde Montería a la plaza de Bolívar en su camión Dodge y sobre la cabina del viejo vehículo expuso los restos de su hijo del alma.
Don Raúl murió en junio del año pasado sin oír la verdad, aunque él creía saberla, a pesar de que le pidió ayuda al propio Álvaro Uribe, que lo miraba imperturbable. “Estoy haciendo estas protestas porque investigué que mi hijo no falleció en un combate con la guerrilla, como me había dicho el Ejército, sino que le dispararon porque no quiso matar a dos muchachos que le ordenaron”, dijo el admirable don Raúl.
Qué dolor. ¿Recuerdan dónde murió el cabo Raúl Carvajal? En El Tarra, Norte de Santander, en 2006, que es el año horrible de Catatumbo –perdón, pero se me ocurre que era Catatumba–, en que los miembros de la Brigada Móvil 15 del Ejército cometieron la tremenda villanía. Año en el que, según las confesiones, mataron a 120 campesinos inocentes, y uno de ellos dijo que no había enfrentamientos con las guerrillas. Y los muertos tenían manos callosas, se levantaban a las cinco a trabajar. Dejaron niños y viudas.

Algunos mataban por incentivos, por permisos, planes de bienestar del Ejército, por viajes y anotaciones en la hoja de vida. Pero también por presiones superiores.

Don Raúl se fue pidiendo justicia. Ahora que los uniformados están dando la cara ante la Jurisdicción Especial para la Paz, lo justo, y como homenaje póstumo a los buenos Raúles, es que se diga la verdad.
Las confesiones, que ya habían sido hechas ante la justicia ordinaria, en esta ocasión estremecen porque se conocen de viva voz ante al país y el mundo y son desgarradoras.
Duelen, además, porque es una mancha en el uniforme de un Ejército donde hay miles de militares buenos, que luchan, entregan la vida o son mutilados en defensa del país y la democracia. Algunos mataban por incentivos, por permisos, planes de bienestar del Ejército, por viajes y anotaciones en la hoja de vida. Pero también por presiones superiores para dar resultados que se medían en muertos. Ese fue el detonante. Ese fue el error.
Hay muchas reflexiones. Una es que tal vez esta larga guerra en que hemos vivido ha minado los valores. Ya la vida de un ser humano vale tanto como la de un pollo. Y mientras siga el odio, mientras se peleen grandes fortunas del narco, poco cambiará. Pero estas confesiones tan dolorosas son necesarias, ayudan a hacer el duelo. Lo fundamental es que haya justicia y escale hasta donde tenga que llegar; que haya reparación y no repetición. Porque la matanza nacional sigue; continúan las masacres, los asesinatos de líderes sociales y del medioambiente.
Funciona la JEP, que es fruto de la firma de la paz y cada día da resultados, y hay que fortalecer su implementación. Ahora les toca a las Farc en el tremendo capítulo del secuestro, igual de doloroso. Se necesita verdad, mucha y seria, señores. Y se necesita recuperar la confianza en el Estado. Si no, apaga y vámonos, porque nos ‘dormímonos’, como me decía una amiga. Y seguiremos sembrando más cruces que comida.
LUIS NOÉ OCHOA
luioch@eltiempo.com
Luis Noé Ochoa
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