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El viaje de mi mamá

Se puso la pinta, un regalo de día de madre que guardó, y se fue a donde nos esperarán con papá.

Escribo estas letras en mayo, mes de la madre, mes de María, mes de mi mamá.
Escribo a las pocas horas de que ella, Carmen Rosa Galvis, madrugara, como lo hizo toda su vida, pero esta vez al viaje eterno, al encuentro con Dios, su Virgen del Carmen, su viejo y sus otros seres queridos, aunque hasta último momento no quería dejarnos solos aún, pero yo le prometí que tendría la puerta de nuestra vieja casa de adobe bien trancada y que cuidaría de mis hermanos. Le prometí que no dejaría apagar el fogón de leña, como siempre recomendó, porque el cruel alzhéimer no logró borrarle de su mente aquel pedazo de su vida.
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Yo la recuerdo, en mis primeros pasos, madrugadora, a las cinco, arropando mejor a sus hijos, para que durmieran un poquito más mientras ella hablaba a secretos con Dios y luego salía, santiguada, a iniciar esa faena en olor a café caliente, que mi heroína había cultivado, recogido, molido y tostado. Porque mamá lo hacía todo.
Mi madre, una mujer pequeña, pero a la vez la más grande que conozco, fue la mejor chef del mundo: armaba recetas deliciosas en medio de la escasez. La recuerdo modista, panadera, ordeñadora, leñadora, chapolera, enfermera. La mujer más valiente y la más generosa.
Cuando yo era niño pensaba que las madres tenían alas, porque la veía en un cultivo de yucas y al ratico ya estaba ayudando a papá a encerrar un par de terneros, luego ya había volado a un palo de naranjo, y al momento estaba con uno de sus hijos en el regazo o alistando el viaje para su esposo arriero.
También pensaba de niño que las madres no sentían dolor físico. Un día que no me vio, le dijo a papá que se había hecho arrancar un par de muelas sin anestesia porque así era más barato y podía llevarles algo más de comer a sus hijos. Vi que papá se limpiaba los ojos. De niño también pensaba que los papás no lloraban. Vi que lloran de amor.

Escribo a las pocas horas de que ella, Carmen Rosa Galvis, madrugara, como lo hizo toda su vida, pero esta vez al viaje eterno, al encuentro con Dios.

Mi mamá también fue ambulancia para sus hijos, a los que nos salvó la vida varias veces. Jamás he dejado de sentir sus pasos ni el latido de su corazón a mil mientras ella corría a llevarme a un doctor, y jamás olvidaré su voz sentida y su apretón contra su pecho cuando dijo: “Yo me lo llevo, doctor”, pues el médico advirtió que iba a tocar dejarme. Y yo en mis primeros años pensaba que los niños se quedaban para siempre en el hospital.
Mi madre, Carmen Rosa Galvis, tal vez represente a muchas admirables mujeres del campo, recursivas, luchadoras, empíricas, de días largos, que no descansan pero no se cansan, que son leonas y que viven ese dilema entre el amor y la generosidad de enviar a sus hijos a aprender, a buscar mejor destino en las ciudades. Pero ella, aunque sabía que se iban quedando solos con papá, dizque porque esa es la ley de la vida, nos acompañó a la flota, a las cinco como siempre, “para que el día rinda”, y era capaz de contener las lágrimas para que nos fuéramos tranquilos. Pero yo sabía que para esos días ella echaba un pañuelo a su cartera. Lo hizo con sus seis hijos, a los que despidió para que se fueran a estudiar. Infinitas gracias, mamá.
Pero ella, como miles, se vino con su viejo a ser de nuevo el centro de la familia, a rodearse de hijos y nietos, en especial los domingos para disfrutar sus arepas, una receta tan suya, con un sabor que jamás encontraremos, porque llevaban pizcas de bondad, de alegría y de amor. Así fue todo lo que nos dio en la vida, una vida de ejemplo, recta, honesta, de trabajo sin pausa.
Se puso la pinta, un regalo de día de madre que ella guardó para ocasiones especiales, y se fue a la otra finca, donde nos esperarán con papá, con esa sonrisa tierna y sus brazos abiertos, pequeños, pero que le alcanzaron para abrazarnos a todos. Y como le aprendí todo, yo también llevaré mi pañuelo para siempre. Hasta siempre, mamá.
LUIS NOÉ OCHOA
luioch@eltiempo.com
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