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Un gringo en Bogotá

Visitó parques, monumentos, iglesias y museos, pero con una mirada diferente a la del viajero común.

Era como el gringo viejo de la novela de Carlos Fuentes: alto, flaco, de pelo blanco, ojos de azul acero bajo cejas moteadas y tez sonrosada. El gringo viejo había dejado atrás sus años de reportero en el diario San Francisco Chronicle y tras cruzar muchas fronteras se aventuró al sur del río Grande porque no quería “morirse de anciano, de enfermedades o porque se cayó uno por la escalera”. El que vino a Colombia tampoco se resignó a la vida de jubilado y abandonó el sosiego de su retiro en Miami para cruzar un continente y descubrir el alma de un pueblo por medio de la historia y el idioma.
Tomar clases de español fue su pretexto para acercarse a la realidad colombiana y palparla para saber si era igual a la que aparece en las noticias trágicas sobre la droga, las guerrillas, los paramilitares y el eterno conflicto armado, presentadas por la prensa y la televisión de Estados Unidos. El gringo aterrizó en Bogotá con su esposa, y durante quince días los dos cumplieron los horarios asignados para que sus profesores les enseñaran el idioma. Fueron dos horas diarias, en las que la esposa se empezó a familiarizar con la lengua mientras el marido, capaz de hablarla y leerla casi sin cometer faltas, se concentró con su tutor en el relato de lo ocurrido durante los 30.200 años en los que, según el profesor Gerardo Reichel-Dolmatoff, este rincón de Suramérica ha estado habitado por seres humanos.
El viejo de la novela de Fuentes es una recreación del periodista y escritor estadounidense Ambrose Bierce, quien se internó en territorio mexicano en 1913 en busca de Pancho Villa y la revolución y se convirtió en un ejemplo emblemático de lo que significa “ser gringo en México”. El que vino a Bogotá es el paradigma del gringo que siempre quisiéramos ver llegar a Colombia. La casualidad me puso en su camino, y por esto fui testigo de su pasión por conocer y comprender la vida colombiana. Se aventuró por la capital y sus alrededores, por Medellín, el Eje Cafetero y el Parque Nacional del Chicamocha con el mismo fervor que un siglo atrás llevó a Bierce a partir de Washington hacia El Paso y luego a Ciudad Juárez y Chihuahua.

Cuando vio en el Museo Nacional el espacio en el que se rememora a Gaitán, le pareció inverosímil que el museo no aprecie debidamente el papel que el caudillo desempeñó en la historia.

Nuestro gringo visitó parques, monumentos, iglesias y museos, como todos los turistas, pero con una mirada diferente a la del viajero común. Una sola anécdota lo destaca del montón: cuando vio en el Museo Nacional el espacio en el que se rememora a Jorge Eliécer Gaitán, no pudo ocultar su sorpresa. Tras repasar la historia del territorio que hoy es Colombia, le pareció inverosímil que el museo no aprecie debidamente el papel que el caudillo asesinado el 9 de abril desempeñó en ella.
Me pregunto cuántos colombianos harán la misma observación al visitar el museo y ver en el tercer piso la modesta vitrina que contiene tres pequeñas fotografías alusivas a Gaitán: una de su figura y dos de unas manifestaciones que ni siquiera fueron las más espectaculares, como la Marcha de las Antorchas y la Marcha del Silencio, que marcaron hitos no superados hasta ahora. Lo que sí está exhibido con amplitud, en una sala contigua, es la catástrofe del 9 de abril de 1948 en Bogotá. Pero del personaje cuyo asesinato ese día partió en dos la historia del país no hay una semblanza, una biografía, ni siquiera una descripción de su deslumbrante trayectoria, en la que conmovió con su oratoria a los colombianos como no lo hizo nadie antes ni después de él.
Con razón afirmó hace poco Alfonso Gómez Méndez en estas páginas que por ser muy distintos los hechos y personajes que ocupan la “extraña atención” de los colombianos y por no existir una bibliografía adecuada sobre Gaitán, las nuevas generaciones no lo conocen. Ojalá los responsables de presentar al público nacional y extranjero la evolución del país y el papel de sus principales protagonistas asimilen el mensaje implícito en la sorpresa del gringo, un visitante que vino a recibir lecciones y, de paso, nos dejó una.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
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