Desde cuando lo dijo Jesús, según se lo atribuye la Biblia, es un lugar común afirmar que nadie es profeta en su tierra. El mundo está lleno de ejemplos. La mejor biografía del revolucionario mexicano Emiliano Zapata fue escrita por John Womack, jr., un profesor de la Universidad de Harvard. Una de las mejores del cura guerrillero Camilo Torres es la de Walter J. Broderick, el exsacerdote australiano de origen irlandés radicado en Colombia desde 1967.
Y uno de los mejores libros sobre el 9 de abril fue escrito por el estadounidense Herbert Braun, quien vino a Colombia en 1984 como estudiante de la Universidad de Wisconsin, becado por la Fundación Fulbright, para realizar la investigación que le sirvió para escribir su tesis doctoral. La cual, traducida al español, se convirtió en una obra de obligatoria referencia sobre la violencia colombiana: ‘¡Mataron a Gaitán!’
Con el proceso de paz ocurre algo parecido. Quienes observan el país desde el exterior se sorprenden de que los obstáculos a este sean puestos por los propios colombianos. Un claro diagnóstico de esto fue hecho hace poco por un extranjero que conoce a Colombia: el estadounidense Adam Isacson, experto en relaciones internacionales de la Universidad de Yale y miembro de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (Wola), entidad promotora de los derechos humanos. Lo hizo en un artículo publicado en The New York Times bajo este título: ‘Transición de Colombia, en peligro’.
El autor afirma que el proceso de paz no ha podido recuperarse del traspié del plebiscito por varias razones: el tibio apoyo interno, la incapacidad del Congreso para aprobar las leyes necesarias para cumplirlo y la ineficiencia del Gobierno en la tarea encaminada a facilitar la reincorporación de los guerrilleros a la sociedad civil. A esto hay que agregar los problemas que han afectado al Fondo Colombia en Paz y el lío generado por la detención de ‘Jesús Santrich’ bajo la acusación de narcotráfico. Todo lo cual no debe impedir que se hagan los esfuerzos necesarios para salvarlo, porque lo peor sería que los guerrilleros en plan de reinserción se lanzaran otra vez a la guerra.
Ese sería un desastre no solo para Colombia, sino también para Estados Unidos, según Isacson, porque crecería la producción de cocaína, aumentaría el crimen organizado y la violencia espantaría a los inversionistas. Por esto cree que Washington debería adquirir un mayor compromiso para ayudar a prevenirlo. Con este fin propone que las Farc y el partido creado por ellas sean excluidos de la lista de organizaciones terroristas del Departamento de Estado, pues mientras estén allí no pueden recibir fondos estadounidenses “ni siquiera para comprar una taza de café”. Si ese obstáculo desapareciera, Estados Unidos podría financiar la reintegración de los excombatientes mediante entrenamiento, trabajo y dotación de tierra y vivienda, todo lo cual costaría, según sus cálculos, unos 325 millones de dólares al año. La cifra corresponde a la ayuda que recibirían los siete mil exguerrilleros que no eran máximos jefes, no son buscados por la justicia, no están esperando un juicio y han abandonado la violencia.
Colombia ha obtenido ayuda externa para financiar proyectos de consolidación de la paz, incluyendo la reintegración de guerrilleros, pero la recibida hasta ahora no cubre al total de los potenciales beneficiarios. El horizonte se despejaría si Estados Unidos acoge la idea de cooperar en las dimensiones propuestas por Isacson. Pero las soluciones de fondo están en manos de los colombianos. Tan necesario como el dinero es el fortalecimiento de la estructura institucional diseñada para el posconflicto. Y la reconciliación no depende de los países extranjeros. Ella no llegará mientras sigamos enfrascados en unas disputas internas que recuerdan los tiempos de la Patria Boba, como nos lo advirtió el papa Francisco.
LEOPOLDO VILLAR BORDA