Entre las consecuencias positivas de la paz con las Farc hay una que para muchos colombianos significará un descubrimiento y para el Gobierno Nacional, un reto histórico: la reincorporación a la vida normal de territorios como Caquetá, Putumayo, Meta y Guaviare, hecha realidad tras la firma del acuerdo de La Habana y el desalojo por la guerrilla de sus reductos en la selva.
Lo malo es que a esa Colombia profunda, que por largo tiempo solo se mencionó por el conflicto armado, llegaron nuevos invasores antes que el Estado. Unos son humildes campesinos en busca de nuevas formas de sobrevivir. Otros, colonos sin escrúpulos decididos a aprovechar esos espacios para la minería ilegal, la ganadería, la deforestación y otras acciones depredadoras del patrimonio ecológico nacional.
La destrucción de los bosques no es un fenómeno nuevo, pero ha cobrado tal auge que prendió las alarmas en los medios ambientalistas. Según Semana Sostenible, el año pasado fueron taladas 170.000 hectáreas, el cuarenta por ciento de ellas en la Amazonia. Esto echa por la borda uno de los mayores esfuerzos realizados en nuestra historia para proteger esa inmensa riqueza: la entrega de aquellos territorios a las comunidades indígenas que los habitan, la cual alcanzó un hito histórico hace treinta años, durante el gobierno de Virgilio Barco, con la adjudicación a esas comunidades del Predio Putumayo, el más grande del mundo, y el reconocimiento de las mismas comunidades como propietarias de ese y otros resguardos que sumaron, en total, dieciséis millones de hectáreas.
Mucha agua ha corrido desde entonces bajo los puentes de Colombia. La Constitución de 1991 refrendó los derechos de los indígenas sobre los resguardos como su propiedad colectiva y no enajenable, y tanto estos como las reservas forestales quedaron amparados en el papel. Pero en la vida real se alejó gradualmente la posibilidad de preservarlos de acuerdo con los usos y costumbres de sus primitivos habitantes, gracias a los cuales se conservaron durante siglos.
Tras la paz con las Farc, ahora hay que frenar la destrucción de los bosques, pues su preservación es esencial para la lucha de la humanidad contra el cambio climático
No han valido mucho las iniciativas para frenar el arrasamiento, como el programa Visión Amazonia, puesto en marcha con la cooperación de Alemania, Noruega y el Reino Unido con el objetivo de reducir a cero la deforestación en el año 2020. Cálculos autorizados indican que en los últimos cincuenta años, la deforestación destruyó el 17 por ciento de la vegetación amazónica, con el peligro de que ella deje de ser sostenible si la tala llega al 20 por ciento.
Esto contrasta con las esperanzas que surgieron hace tres décadas al ampliarse las áreas de reserva y hacerse explícito el compromiso del Estado de protegerlas no solo para beneficio de las poblaciones indígenas, sino de todos los habitantes del país y aun del planeta, pues la preservación de nuestros bosques es esencial para la lucha de la humanidad contra el cambio climático.
Por todo lo anterior cobra mucha importancia el decreto firmado por el presidente Juan Manuel Santos en abril pasado, por el cual reconoció la autoridad de las organizaciones indígenas sobre más de 18 millones de hectáreas de Amazonas, Guainía y Vaupés donde no existían autoridades locales, y les otorgó el derecho de gobernarlas.
Este decreto y la declaratoria del parque nacional de Chiribiquete como patrimonio de la humanidad, con su ampliación a más de cuatro millones de hectáreas protegidas, buscan salvar el enorme tesoro natural que José Eustasio Rivera cantó tan bellamente hace un siglo en La vorágine. Y, al mismo tiempo, garantizar los derechos de sus habitantes, cuya explotación y exterminio durante la fiebre del caucho también denunció el gran escritor huilense.
Lo que debe seguir ahora es la aplicación efectiva de estas medidas, para que en aquel maravilloso mundo, que ocupa la mitad de Colombia, los nuevos invasores no hagan prevalecer su ley de la selva.
LEOPOLDO VILLAR BORDA
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