No existe bondad intrínseca en un consenso por haber incluido todas las fuerzas políticas, y mucho menos en uno que se presenta como los inicios del aval del uribismo a la paz negociada, cuando este no ha hecho más que repetir que se reserva el derecho a continuar en la búsqueda de modificaciones, una intención que ha plasmado hasta en el texto acordado.
La foto tan aplaudida de Álvaro Uribe y sus copartidarios junto a la Farc no salva la legitimidad de la Jurisdicción Especial para la Paz. La deslegitima aún más.
El acto legislativo votado en comisiones primeras introduce magistrados en las salas de la JEP, y la única base para justificar tal adición consiste en la necesidad de nombrar jueces prouniformados. Así lo afirmó la ministra del Interior en una de sus pocas intervenciones en el Congreso. “Lo único que pretendemos es equilibrar las cargas para policías y militares”, afirmó. Esta aseveración parte de la convicción injustificada de que la JEP se inclina hacia los exguerrilleros y ajustará sus fallos para beneficiarlos.
En esta lógica, se alega, entonces, la conveniencia de unos cuantos togados más dispuestos a hacer lo mismo en sentido contrario. ¿Cómo se llama eso si no politización de la justicia? Estamos aceptando como realidad política y jurídica la existencia de una alta corte, de miembros parcializados, donde unos tiran para un lado y otros para el otro. Sorprende que tantos toleren y hasta celebren semejante desarrollo antidemocrático.
La propuesta inicial de Paloma Valencia iba más allá de los magistrados y apuntaba a callar la verdad. No sobra remitirse a la redacción del acto legislativo, dirigido exclusivamente a la Fuerza Pública, tal y como se planteó. “Los beneficios del sistema, incluyendo la libertad, no estarán condicionados a la confesión o el reconocimiento de la responsabilidad. En todo caso, los miembros de la Fuerza Pública tendrán un compromiso con la verdad”, aventuraba el proyecto. Y continuaba: “Quien haya cumplido un sexto de la pena por el delito imputado o al menos cinco años de detención tendrá derecho a la libertad condicional, antes, durante o después de someterse a la JEP”.
Hoy, quienes se presentan ante la JEP deben contar la verdad, y ello implica reconocer la responsabilidad en los hechos ilícitos en los cuales participaron. De no hacerlo, pueden ser vencidos en juicio y exponerse a penas de hasta 20 años.
¿Qué pretendía la senadora Valencia? Nada menos que retirar todas las condiciones pero mantener todos los beneficios. Policía o militar que fuera condenado tendría garantizado que ninguna privación de libertad superaría los cinco años, la pena más baja que otorga la JEP para quienes sí colaboran. El “compromiso con la verdad” al cual llamaba la senadora no tenía consecuencias jurídicas y, por ende, no pasaba de un saludo a la bandera.
La iniciativa de Valencia atentaba contra la esencia misma de la JEP: beneficios a cambio de verdad. Cuando congresistas de la Farc preguntaron qué quedaría del “tratamiento diferenciado pero simétrico”, el uribismo ofreció extender las ventajas a los guerrilleros. De haberse aceptado la oferta, se hubiese plasmado así un “intercambio de impunidades” que no hubiese podido pasar desapercibido para la Corte Penal Internacional.
El uribismo no se detendrá: va por la verdad o, mejor dicho, por la falta de verdad y por unos 38 magistrados más para alcanzar la paridad.
La reforma de la JEP hubiese debido hundirse, y la bancada liberal le tiró un salvavidas. Consiguió una mala foto, un peor acuerdo y un futuro incierto para la Jurisdicción Especial de Paz. Nada quita que también haya logrado el escenario más propicio para una intervención de la Corte Penal Internacional.