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Escoltas

Hoy, los líderes sociales deben ser prioridad. A ellos no les roban objetos de valor; los asesinan.

Laura Gil
No hay escolta para tanta gente. Por cada dirigente político protegido en Bogotá hay un líder social en peligro en Tumaco, El Bagre o Jamundí.
La residencia de Marta Lucía Ramírez en La Calera fue violentada por delincuentes. Nada apunta, hasta el momento, a un atentado con fines políticos. Protesta la candidata, y tiene razón. Nadie debería estar expuesto a los niveles de inseguridad de Bogotá y sus municipios aledaños. Pero yerra cuando señala al Gobierno de negligencia.
La Unidad Nacional de Protección (UNP) no está para proteger bienes, sino personas. Los contribuyentes no tenemos por qué financiar la prestación de servicios de seguridad en los domicilios de las figuras públicas. Bien pueden ellas contratar empresas privadas para la vigilancia de casas y fincas. La protección especial debe estar concentrada en las personas con riesgos de seguridad.
Marta Lucía Ramírez, como personaje político de oposición, sí está expuesta, y hay que garantizar su seguridad. Los resultados de su estudio de riesgo justifican el despliegue del esquema de la UNP que todavía mantiene. Hace un año y medio, el personal le fue disminuido. La UNP le retiró un hombre; la Policía se los quitó todos.
Quizás por razones de conveniencia política, para el Gobierno sería más sencillo mantener intactos los esquemas de protección de la oposición. Pero, a veces, hay que tomar decisiones difíciles para distribuir recursos escasos de la mejor manera posible. Hoy, los líderes sociales deben ser prioridad. A ellos no les roban objetos de valor; los asesinan.

¿Cómo puede el Gobierno y los candidatos a favor de la paz pedirle a la población de las regiones más alejadas que le apueste al posconflicto si ellos no ceden nada desde la seguridad de las ciudades?

La UNP cuenta con un presupuesto anual de 582.000 millones, y el 17 por ciento del presupuesto de la UNP está dirigido a la protección de funcionarios públicos.
Garantiza la protección de 6.950 personas, de las cuales 2.920 tienen escolta. Las medidas varían desde la provisión de un celular o un chaleco hasta múltiples carros con blindaje del mayor grado, motos de acompañamiento, conductores y personal de seguridad.
No para el desangre, y a los líderes sociales no los matan en el Distrito Capital. Solo en 2017, más de 80 asesinatos fueron registrados, según las organizaciones; unos 50, replica el Gobierno. Más allá de la cifras, la gravedad de la situación no está en discusión.
La UNP está haciendo esfuerzos para trasladar esquemas de protección de la ciudad al campo. Los esquemas de defensores de derechos humanos, líderes de restitución de tierras y personas destacadas de los grupos étnicos han crecido 27 por ciento en el último año. El cambio de política ha acarreado costos políticos para el Gobierno. Pero hubiese sido peor si todo siguiera igual.
El retiro o la reducción de medidas nunca resulta fácil. Algunos protegidos reaccionan con preocupación sincera, y cuento a Marta Lucía Ramírez entre ellos.
Pero otros no tienen vergüenza. Muchos dirigentes, de izquierda y de derecha, se niegan a aceptar que sus niveles de riesgo pueden disminuir. Nada más ofensivo para ellos que el anuncio de un “riesgo ordinario”. La frivolidad también está a la orden del día, y los escoltas se convirtieron en símbolo de estatus. Esperen ustedes el inicio oficial del periodo electoral, cuando más de un aspirante al Congreso pretenderá a adelantar la campaña a bordo de carros de la UNP.
¿Cómo pueden los altos funcionarios del Gobierno y los candidatos a favor de la paz pedirle a la población de las regiones más alejadas que le apueste al posconflicto si ellos no ceden nada desde la seguridad de las ciudades? Llegó el momento de dar ejemplo y renunciar a tanto carro y escolta. Así podríamos comenzar a mostrar que Tumaco, El Bagre o Jamundí sí importan.
LAURA GIL
Laura Gil
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