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Más allá de los héroes aguarda la historia de todos

Los protagonistas de la independencia optaron por inventar al héroe por los imperativos de la guerra

Relata Jorge Luis Borges que en 1839 el escocés Thomas Carlyle leyó una traducción al inglés de ‘Las mil y una noches’ y que, aparte de lo bello, fantasioso y hasta piadoso que encontró en ellas, esas narraciones le suscitaron un interrogante: ¿qué hubiera sido de los árabes sin Mahoma? Porque, según él, los árabes solo eran un pueblo nómada de pastores y adoradores de lo natural, hasta que irrumpió el héroe-profeta de barba rojiza, los despertó con la tremenda nueva de que “no había otro dios que Dios” y los convocó a una batalla que todavía no cesa. Agrega Borges que esa fue la fuente de inspiración para que Carlyle reflexionara sobre el papel del héroe en la historia, que inicialmente divulgó mediante seis conferencias sobre las distintas clases de héroe que creyó encontrar y después compendiaría en su celebrado e influyente libro ‘Los héroes y el culto a los héroes’ (1841). En adelante, según Carlyle, la historia universal se reduciría a constatar las supuestas ejecutorias de los grandes hombres y por tanto a narrarse en clave mítica o sagrada.
Aunque la invención del héroe de la independencia neogranadina se inscribe en esas grandes coordenadas míticas occidentales, lo cierto es que anticipa muchas de ellas en el tiempo, como lo muestra su precoz historiografía. En efecto, los protagonistas de la independencia venezolana y neogranadina, así como los fundadores de la república temprana de Colombia optaron por inventar al héroe por los imperativos de la guerra y la política. Tanto Simón Bolívar como Francisco de Paula Santander, líderes del proceso a partir de 1819, fueron activos constructores de la figura del héroe en distintos momentos y actos. Bolívar, como Libertador-presidente de la segunda república de Venezuela, había sido un artífice temprano de la fabricación de la figura del héroe.
Esto lo constata una serie de hechos después de la firma del Decreto de Guerra a Muerte en Trujillo, en junio de 1813, tales como: los rituales llevados a cabo con los despojos mortales de Atanasio Girardot, desde septiembre de ese año; la creación de la Orden de los Libertadores en octubre de 1813 para reconocer las acciones militares relevantes; la exaltación de Antonio Ricaurte por su sacrificio en marzo de 1814 (y la alteración misma de la verdad de lo ocurrido, porque este no murió “en átomos volando” al defender el polvorín de la hacienda San Mateo, sino lanceado a campo abierto); y, tiempo después, al referirse a Cartagena como Ciudad Heroica por su resistencia al cruento sitio y toma de la ciudad por Morillo al mando del ejército de Tierra Firme a finales de 1815.
En otro momento del proceso, cuando los independentistas pasaron a la ofensiva con la campaña de los Llanos, las batallas de Pantano Vargas y Boyacá y la toma de Santafé en 1819, ya no se trataba tanto de exaltar al héroe sacrificado como al héroe triunfante, al héroe campeón de la libertad. En el contexto de la campaña del Sur liderada por Bolívar, Antonio José de Sucre será por excelencia el héroe armado y vencedor, como Gran Mariscal de Ayacucho, hasta que su trágica muerte truncara su destino. Con Santander emerge otro tipo de héroe, el héroe organizador del Estado con base en las leyes, ciertamente un héroe menos vistoso que el militar. Mientras que Bolívar parece haber reservado para sí un rol que estaba más allá de lo heroico y que se acercaba a la encarnación misma de la gloria como padre fundador.

La invención del héroe de la Independencia devino en figura nefasta para la conciencia social, por una historiografía tendenciosa que lo representó como un ser desprovisto de intenciones e intereses

Por su parte, José Manuel Restrepo, abogado antioqueño y secretario del Interior del momento, aportaría el primer relato comprensivo de lo ocurrido con su ‘Historia de la revolución de la República de Colombia en la América meridional’ en 1827, a la cual le dio un formato “monumental” por la secuencia cronológica de los hechos, que giraba precisamente en torno a la figura de los héroes criollos como forjadores de la nueva institucionalidad. Principal razón por la cual la complejidad del proceso quedó contradictoriamente registrada; la diversidad de los actores, sesgada por evidencias y apreciaciones subjetivas, y las provincias y grupos étnicos que participaron del mismo, valoradas en relación con su adhesión o combate a la causa republicana.
Finalmente, destruida la feliz y pragmática convergencia de los republicanos de la primera hora de la Independencia que permitió consolidar en la Villa del Rosario de Cúcuta en 1821 las instituciones republicanas, vendría la simbólica muerte de los héroes fundacionales. En efecto, establecida la divergencia irreconciliable entre las facciones republicanas, Bolívar y Santander devienen en simples cabezas de los partidos políticos, conservador y liberal, con lo cual, antes de su muerte física (Bolívar, en 1830; Santander, en 1840), se produce su muerte simbólica. No hay que olvidar nunca que, en nuestra historia política, estuvimos cerca de escribir un capítulo muy oscuro, el de la muerte trágica de los fundadores de la nación; Bolívar, a manos de una conspiración para asesinarlo en el Palacio de Gobierno y Santander fusilado como supuesto inspirador del intento de magnicidio, pero a quien finalmente se le concedió el exilio. Coyunturalmente vista, la cuestión se podría reducir a la inevitable lucha entre el autoritarismo y las libertades, pero desde una perspectiva más amplia lo que anticipa es la dramática constante de nuestra historia política, en la que ambos énfasis constituyen, no líneas rojas nítidamente separadas con sus respectivos agentes, sino un trazo enmarañado y discontinuo a la vez.
Aunque útil en su momento, la invención del héroe de la Independencia devino en figura nefasta para la conciencia social, por una historiografía tendenciosa que lo representó como un ser desprovisto de intenciones e intereses, sin conexiones ni vínculos con los distintos grupos sociales y étnicos de su época, lo que ha impedido reconocerlos como seres humanos y agentes tanto de propósitos sublimes como de bajezas, crueldades y autoritarios abusos de poder y negación de los otros. Desde entonces, nos debatimos entre la historia de bronce y el culto a Bolívar, porque ‘Todo llevará su nombre’ (como a propósito titula su novela Fermín Goñi), un contestatario santanderismo o la apropiación maniquea a izquierda y derecha de uno u otro. Como ciudadanos, hace doscientos años que habitamos la casa republicana, pero sin reconocerla como espacio común. En el cuerpo de nuestras sociedades latinoamericanas se ha mantenido una acción perniciosa de vieja data, pero cuyos efectos están a la vista en nuestros días, desde las aulas escolares hasta la vida pública, como lo analiza el historiador Felipe Pigna en ‘Los mitos de la historia argentina’, consistente en el estrechamiento, la manipulación y la reducción de nuestros marcos referenciales como colectividad y la entronización oficial y oficiosa de una historia vaciada de sentido; acción que se reproduce cotidianamente en una ciudadanía excluida, desinformada y descontextualizada de los vínculos que relacionan su presente con el pasado y, por tanto, impedida para discernir el porvenir. Sin embargo, otro tipo de representación de nuestro pasado no solo es posible, sino que el fenómeno ya se está configurando, mediante una acción que es tanto académica como ciudadana, y que tiene antecedentes y continuidades.
El historiador colombiano Germán Colmenares analizó la historiografía latinoamericana del siglo XIX, incluida la de José Manuel Restrepo, como una “contracultura” (‘Las convenciones contra la cultura’, 1987), es decir, como un relato intencionado de los criollos vencedores que menospreciaba a las provincias y a los sectores populares y étnicos en los orígenes de la nación. Con atención a una de las provincias relegadas, el etnógrafo Rogerio Velásquez (‘El Chocó en la independencia de Colombia’, 1965) se anticipó a destacar el valioso aporte de sus gentes a la lucha por la libertad y contra la esclavitud, y propuso estudiar la trascendencia del Pacífico y de los afrodescendientes en la formación de la nación. En esa vena, y en medio de una explicable diversidad institucional y de enfoques, la actual historiografía sobre Colombia debe seguir aportando a la ciudadanía marcos de comprensión más flexibles, rigurosos e incluyentes.
Óscar Almario García. Profesor titular de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.
* La columna bicentenaria es un proyecto colectivo coordinado por los profesores Daniel Gutiérrez (Universidad Externado) y Franz Hensel (Universidad del Rosario), en el que científicos sociales buscan dar perspectiva al bicentenario que se celebrará con motivo de la batalla de Boyacá y la creación de la República de Colombia.
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