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La última voluntad del general Santander

Su voluntad testamentaria solo pudo cumplirse en 1990, año del sesquicentenario de su muerte.

Columna de Armando Martínez Garnica*
De su puño y letra, el general Francisco de Paula Santander firmó en Bogotá, el 19 de enero de 1838, el testamento cerrado que dispuso el destino de su cuerpo cuando partiese del mundo que lo había visto gobernar como vicepresidente la extinguida República de Colombia y, como presidente, el Estado de la Nueva Granada. La segunda cláusula del instrumento decía a la letra: “Mi cadáver será sepultado precisamente en el cementerio sin pompa ni fausto, sino según lo prescribe el ritual romano. Se me vestirá de uniforme; i si yo no la hubiere mandado hacer, se mandará fabricar una bóveda particular para que en ella se depositen mis huesos, i sobre una loza se inscribirá mi nombre, añadiéndole alguna frase, que haga alusión a mi constante fidelidad a la independencia i fidelidad de mi patria. La bóveda i demás se costeará de mis bienes inmediatamente después de mi muerte”. No pedía mucho el ilustre general, pero el caso es que elcumplimiento cabal de su postrera voluntad requirió 150 años, como se relata enseguida.
Durante la tarde del 6 de mayo de 1840 falleció el ‘hombre de las leyes’ en los brazos del arzobispo Manuel José Mosquera. Hacía un poco más de un mes que había cumplido los 48 años de edad. El pintor José María Espinosa dibujaría la escena de su muerte en un lecho rodeado por sus catorce mejores amigos. ¿Acaso este pintor se inspiró en el cuadro que en 1828 dibujó Charles de Steuben (1788-1856) para representar la muerte de Napoleón en la isla de Santa Helena?
Las honras fúnebres se prolongaron por siete días, hasta el 13 de mayo siguiente, cuando fue inhumado en el campo santo de Bogotá. La orden de San Francisco obtuvo de la familia la licencia para exponer el cuerpo por tres días en su iglesia conventual, de donde fue llevado a la capilla castrense del Colegio de San Bartolomé. El día 13 fue movido a hombros de generales hasta la Catedral, donde el arzobispo ofició la misa en la que se cantó una vigilia compuesta al efecto. Al mediodía fue puesto el cadáver sobre un carro fúnebre, que fue arrastrado por los ciudadanos hasta el cementerio, en cuya puerta pronunciaron oraciones fúnebres los señores José Duque Gómez, Francisco Soto, José María Gaitán, Florentino González y Vicente Azuero.
Pasados diez años en la paz de la tierra santa, su viuda –doña Sixta Pontón Piedrahíta– acudió al cementerio para ordenar su exhumación. Después de encerrar el ataúd de madera en una caja de zinc, decidió llevarlo hasta su residencia, que había convertido en un colegio para niñas, y lo depositó junto al oratorio. Así que hubo que esperar hasta su fallecimiento, en 1862, para que uno de sus deudos devolviera los restos del general al cementerio Central, donde fueron depositados en un nicho de la tumba de su hermana, Josefa Santander de Briceño.
En 1890, cuando se acercaba la conmemoración del centenario del natalicio del general Santander, se organizó una junta de notables que se encargaría de dar cumplimiento cabal a la segunda cláusula de su testamento en lo referente a su bóveda particular. Fue así como el primero de abril de 1892 se le exhumó de nuevo. Cuatro ilustres cirujanos de la Escuela Nacional de Medicina –Daniel E. Coronado, Proto Gómez, Juan D. Herrera y Pedro María Ibáñez– dieron cuenta del estado de los restos del general, trascurridos 52 años de su muerte: el esqueleto correspondía a un hombre que había medido un metro con setenta centímetros, cubierto con fragmentos de una capa militar y un chaleco, con un lazo de corbata muy bien conservado en el cuello, del cual pendía un rosario de grandes cuentas negras, unidas por una cadena de metal blanco, terminado en un adorno metálico amarillo y en cruz de madera negra con extremidades cubiertas por metal blanco. Llevaba pantalón militar, botas altas de cuero negro y un cinturón de cuero negro, con dorados y medallones amarillos unidos por un broche, y tiros de espada. Sobre las botas se había puesto el sombrero militar de tela negra, con adornos de plumas. Puestos los restos en la nueva urna de cobre, cubierta por el tricolor nacional, fue depositada en la capilla del cementerio. El siguiente día fue llevada esta urna por la Junta del Centenario hasta el mausoleo construido en el sitio, donde se inhumó después del discurso pronunciado por el doctor Camacho Roldán. Pero la loza que cubría la tumba apenas llevaba la inscripción “Santander”. Por ello, su voluntad testamentaria completa, que exigía añadir alguna frase que hiciera alusión a su “constante fidelidad a la independencia y libertad de mi patria”, solo pudo cumplirse en 1990, año del sesquicentenario de su fallecimiento.
Tal como sucedió con su demanda de biografía basada en los documentos que dejó ordenados antes de su muerte, que no cumplieron ni su viuda ni sus deudos liberales, el caso de estos huesos demuestra que no hay que confiar ni en cónyuges ni en amigos para la satisfacción de la última voluntad. Los muertos ya no mandan.
* Historiador
La columna bicentenaria es un proyecto colectivo coordinado por los profesores Daniel Gutiérrez (Universidad Externado) y Franz Hensel (Universidad del Rosario), en el que científicos sociales buscan dar perspectiva al bicentenario que se celebrará con motivo de la batalla de Boyacá y la creación de la República de Colombia.
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