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De lo dicho o lo hecho en tiempos de revolución

Desde la crisis monárquica, los sectores plebeyos actuaron de acuerdo a su militancia política.

Los registros que se han preservado muestran cómo desde 1808, en la capital de la provincia de Popayán, los vecinos de distintos estamentos y jerarquías comentaban la situación política que transformó sus experiencias personales y colectivas. Esta situación inédita inquietó tempranamente a las autoridades realistas. En agosto de 1809, el cabildo y el gobernador Miguel Tacón prohibieron difundir o comentar, así fuera solo por imprudencia, los acontecimientos de Quito (donde se había instalado una junta revolucionaria) por considerar que tales habladurías constituían un “crimen de Estado”.
Además, impidieron la reunión de regatones (como se llamaba a los intermediarios entre el mercado urbano y la producción agropecuaria circundante) y pulperas (es decir, las tenderas) para intercambiar productos o noticias. No obstante los esfuerzos por evitar la propagación de estas, las autoridades se vieron desbordadas en menos de un mes por un flujo permanente de información que trataron de controlar y usar en su provecho. El censo de 1807 registró 248 pulperas que, por lo general, comerciaban productos del campo en locales que eran también un espacio de encuentro, intercambio y conversación. El gobernador Tacón pensaba que las tiendas y las pulperías eran cruciales para enterarse de lo que la gente decía sobre él y el gobierno y para mantener una opinión favorable a la causa del rey. El gobernador se propuso también interrogar a quienes frecuentaban los comercios al menudeo donde sospechaba que las conversaciones se deslizaban con facilidad hacia temas políticos. Posteriormente, Tacón usó las tiendas para difundir, con ayuda de frailes, su versión sobre los acontecimientos revolucionarios de 1810 en el Nuevo Reino.
Expresiones como ‘voz pública’ o ‘público y notorio’, de uso tan frecuente en las declaraciones judiciales, nos permiten entender que para los contemporáneos aquello considerado como visto y dicho por la mayoría producía un efecto de realidad. Se explica así que las autoridades dieran tanta importancia a sofocar las conversaciones que pudieran persuadir a la gente de inclinarse hacia la facción revolucionaria. Perviven hasta hoy, por ejemplo, las palabras de Agustín López, un talabartero mestizo de 25 años que una noche de diciembre de 1810 se opuso a que el alcalde lo pusiera preso tras haber herido a una mujer en una riña, alegando: “Ya no hay rey, no existe el señor Fernando VII, por qué nos llevan presos, por ser pobres, cuando ya todos éramos unos”. Días después se ratificó ante el alcalde explicando que había escuchado aquellos propósitos a un doctor y a su cuñado, añadiendo: “Ya no hay rey y, por lo tanto, no se necesitan soldados”. Las críticas al sistema monárquico también se hicieron en los tribunales revolucionarios. En 1813, por ejemplo, un abogado que defendía a una pareja de ladrones justificó el robo como una consecuencia inevitable del envilecimiento que el régimen monárquico producía entre sus súbditos.
Durante la revolución, la irrupción en la política de los sectores plebeyos no se limitó a la emisión de opiniones desafiantes, sino que se tradujo en acciones concretas. En 1813, un mestizo solicitó ante la justicia la aplicación de la Constitución de Cádiz, cuyo articulado podría beneficiarlo. En 1814, un grupo de mujeres extrajeron de los despachos oficiales los retratos del rey y los llevaron a la plaza central, donde los incineraron. En 1816, los esclavos de San Juan solicitaron su libertad por su participación en defensa del gobierno monárquico. En 1822, una facción de mujeres envenenó las bebidas de varios soldados y oficiales republicanos.
Estos tiempos bicentenarios son oportunos para cuestionar las versiones pesimistas y desinformadas que ofrecen un relato empobrecedor de los procesos de trasformación que experimentaron las generaciones que vivieron la formación de un gobierno de corte popular, republicano y representativo. Los sectores plebeyos no son una masa maleable al antojo de las élites; por el contrario, desde los inicios de la crisis monárquica, hablaron y actuaron en concordancia con la militancia política que asumieron en un momento en que la contingencia de los tiempos los condujo por caminos desconocidos.
David Fernando Prado Valencia es profesor de la Universidad del Cauca.
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