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Del revolcón portuario

El Estado debe enfrentar retos si de verdad quiere preservar las virtudes del modelo portuario.

El inicio de los 90 en el país lleva inscrita la palabra ‘cambio’ como una impronta. Basta remontarse a aquel 1991, que vio nacer una Constitución pluralista, incluyente y respetuosa de los derechos. Sin duda, un acontecimiento que transformó el curso de la historia nacional. Ahora, si de cambios se trata, en enero de ese mismo año –meses antes de la promulgación de la Carta–, el país también fue testigo de un revolcón de hondo calado en la infraestructura portuaria: el Congreso dio luz verde a un marco normativo tan innovador como revolucionario.
Se expidió, en efecto, la Ley primera de 1991, cuyo espíritu abrió las compuertas de un nuevo esquema portuario al decretar la liquidación de Colpuertos, empresa que desde 1959 operaba y administraba tal infraestructura, bajo el amparo del monopolio estatal.
Desde ese momento, cuando finalmente se puso freno a la corruptela e ineficiencia de aquella entidad, a todas luces desprestigiada, el gobierno del entonces presidente Gaviria decidió concesionar el desarrollo y la operación de las terminales. Actualmente, cuando se cumplen las bodas de plata de esa disposición, el país puede decir con orgullo que sus puertos figuran en el podio de los más competitivos y modernos de la región. A tal punto que han sido objeto de importantes reconocimientos internacionales.
Lo anterior no habría sido viable sin el modelo de concesión. Gracias a él fue posible reducir los índices tarifarios de los puertos y acercarlos a estándares internacionales, por enumerar tan solo un puñado de sus bondades. También sirvió para atraer montos importantes de inversión privada para el establecimiento de nuevas sociedades portuarias multipropósito y especializadas. Tanto es así que varias terminales han invertido millonarias partidas para alcanzar las exigencias impuestas por los grandes barcos que actualmente navegan la región, tras el ensanchamiento del canal de Panamá.
Es verdad que la Ley primera ha traído consigo modernidad, eficiencia y competitividad para los puertos del país. En eso no hay cabida para discusiones. Pero también es cierto que el Estado debe enfrentar importantes retos si de verdad quiere preservar las virtudes del modelo portuario.
El listado es corto pero trascendental. Hay que decir, en primera instancia, que las normas relacionadas con las tareas portuarias han sufrido, desde la Ley primera, un alto grado de inseguridad jurídica por causa de múltiples cambios y por la posibilidad inminente de nuevas modificaciones en el futuro.
También vale la pena advertir que las reglas vigentes sobre la contraprestación –es decir, el monto que pagan al Estado los concesionarios– se han convertido en expresión de voracidad fiscal y dejan de lado el rol de los puertos en la competitividad del comercio exterior.
La ley dejó en cabeza del Estado las inversiones que se requieren para construir adecuadamente los canales de acceso marítimos y terrestres a los puertos, así como las obras de dragado para los canales comunes entre las distintas sociedades portuarias. Sin embargo, no existe un plan consistente y sistemático para la construcción y financiación de tales obras.
Por último, el sector privado está sometido a un alto grado de descoordinación institucional del Estado en relación con el elevado número de entidades públicas que toman decisiones ligadas a la operación y el desarrollo de los puertos. En fin, luego de un cuarto de siglo de vigencia de la ley de puertos, solo resta decir que los cambios perduran solo cuando los desafíos se afrontan de manera integral.
JUAN MARTÍN CAICEDO FERRER
Presidente Ejecutivo de la Cámara Colombiana de la infraestructura
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