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VAR abierto

Una transformación que con los años nos hará recordar los viejos tiempos.

Una de las virtudes esenciales del fútbol (decía el historiador piamontés Arnaldo Momigliano, cuyos libros recomiendo) es que sus reglas como deporte, como espejo inmejorable de la vida, son más o menos las mismas desde que se fijaron en la Inglaterra del siglo XIX. Sí, ha habido cambios, ajustes, definiciones, mejoras, perversiones; pero la naturaleza del juego es en lo fundamental la que es desde 1863.
Siempre existió, sin embargo, la duda de lo que pudiera pasar, en serio, cuando los progresos de la técnica se pusieran al servicio, se impusieran, más bien, de un deporte que parecía concebido para que la injusticia, o el azar, o el error humano fueran uno de sus atributos más polémicos, adictivos y emocionantes. Como me dijo un amigo: la idea del árbitro es que también fuera, a veces, arbitrario.
Así que durante años, décadas, se discutió en el fútbol si se incorporaba a la dinámica de los partidos –“dinámica de lo impensado”, para usar, de rabona, la célebre frase de Dante Panzeri– la opción que ya tenían, en diferido, los espectadores, quienes podían quedarse viendo y reseñando y criticando por televisión, con la leche derramada, con el periódico del día después, los horrores de los jueces y los asistentes de línea.

Pero llegó el VAR y se ha producido una revolución, un divorcio de las aguas. Es muy probable que un antes y un después en la historia del fútbol

Parecía como si en otros deportes tuviera todo el sentido del mundo que la tecnología se incorporara de inmediato a sus reglas para desterrar de ellos la injusticia, la mala fe y el error. En el fútbol, en cambio, no. Era como si hubiera, y quizás los siga habiendo en muchos casos, un purismo de potrero, una defensa romántica de los fueros y los encantos del juego, que incluían la posibilidad de que todo el mundo estuviera equivocado. Y qué.
Pero llegó el VAR (el “árbitro asistente de video”; aunque las siglas están en inglés, cómo no) y se ha producido una revolución, un divorcio de las aguas. Es muy probable que un antes y un después en la historia del fútbol; una transformación que con los años nos hará recordar los viejos tiempos, los nuestros, ay, como si habláramos casi de otro deporte. No sé si uno mejor o uno peor, no lo sé, pero otro sin duda sí.
Aunque lo más interesante no es en realidad tanto eso, sino ver cómo, al final, tienen la razón una vez más los filósofos que siempre señalaron la condición neutral y maleable de la técnica: su dependencia, para decirlo mejor, de la cultura que se la apropia y la utiliza y la pone a funcionar; su ausencia de contenidos y valores más allá de quien se arropa con ella y no obtiene sino un reflejo de lo que ya es. No más.
Parece una gran obviedad y una tontería, y quizás lo sea, pero también es un tema de fondo. Porque no son pocos en el mundo los que aún creen en lo que uno podría llamar, con palabras horribles, el ‘valor intrínseco’ de las cosas: la capacidad mágica que se supone que hay en ellas de obrar, con su sola aplicación o invocación, milagros, realidades inéditas, transformaciones imposibles o encomiables.
Pasa no solo con el VAR sino también con instituciones políticas y con sistemas de gobierno, con ideologías, con modelos económicos, con teorías: que su éxito depende del que los use, no de su presunto y fallido valor universal. Las recetas se acomodan al paciente; lo que en un cuerpo es salvación, en otro es maldición. Y la naturaleza de cada quien, obvio, lo determina todo.
En la Copa América, por ejemplo, el VAR le ha añadido caos y confusión al juego. Antes que aclarar las situaciones, las oscurece más. Como si su misión fuera, según parece, anular los aciertos y promover las equivocaciones. Todo dentro de la solemnidad, la farsa, el absurdo y el ridículo.
Y hay quienes creen que es el VAR lo que está mal. ¿Están seguros? Volvamos a ver la jugada.
catuloelperro@hotmail.com
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