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Votaré que 'Sí' en el plebiscito que refrenda o no los acuerdos firmados por el Gobierno y las Farc. Lo haré sin objeciones ni matices, quizás como el único acto de fe en el que le haya sido dado participar de verdad a mi generación.

Quien haya leído alguna vez esta columna (“no se preocupe: esto queda solo entre los dos”, le dijo un día Juan B. Fernández al profesor Julio Blanco) sabe muy bien que casi nunca es política, aunque acaso no haya en la vida ningún tema que en el fondo no lo sea, ni siquiera los que parecen más banales o elusivos. Y no decir las cosas es también una forma de decirlas.

Pero en las páginas editoriales de la prensa colombiana hay sin duda una saturación política, y es normal que así sea: para eso son las columnas de opinión, casi, para eso se crearon; aquí y en todas partes, ahora y antes. Y la política es el pretexto por el cual más se puede discutir y polemizar, maldecir de los problemas de todos, hablar de las cosas urgentes aunque no sean siempre las más bellas.

En mi caso es que estoy seguro de que hay gente que puede ocuparse de ese tema muchísimo mejor que yo –de lejos–, y en efecto lo hace todos los días y con mucho más interés y rigor. Por eso, desde que empecé a escribir aquí, he tratado siempre de atizar otras cenizas, un rescoldo que ojalá no se apague todavía. Como quien sopla el fuego de la nostalgia y del asombro.

Tampoco creo en la figura del ‘líder de opinión’ (el solo nombre ya me parece grotesco, me da escozor) y mucho menos en la del escritor mesiánico y caudillo, el ‘intelectual’ que asume que su deber moral es el de trazarle rumbos a su sociedad, guiarla con su voz. Me parecen respetables quienes tienen esa idea de la escritura, esa o cualquier otra, pero yo prefiero la que ya dije: hablar de más cosas, abrir la otra cortina.

Hay momentos, sin embargo, en los que es imposible mantenerse al margen; momentos en los que el silencio no es distancia sino incivilidad. Y aunque sé que el adjetivo de lo histórico lo hemos devaluado dándoselo a todo, desde un plato de comida hasta un partido de pimpón, creo que este momento de la vida de Colombia sí lo es, y es uno de esos momentos en los que no decir las cosas es la peor forma de decirlas.

Por esa razón uso este espacio en el que siempre he dicho lo que se me da la gana, sin restricciones de ningún tipo, para decir que este domingo 2 de octubre votaré que ‘Sí’ en el plebiscito que refrenda o no los acuerdos firmados por el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc. Lo haré además sin objeciones ni matices, quizás como el único acto de fe en el que le haya sido dado participar de verdad a mi generación.

Desde la Independencia, y a lo largo de todo el siglo XIX, nuestro país se construyó con la certeza atroz de que la guerra era el escenario natural de la política, su mejor camino. Y esa tradición se prolongó en el siglo XX con la violencia y el sectarismo de los dos partidos, el Liberal y el Conservador. Esa fue una ‘guerra civil no declarada’ que acabó en la dictadura y en el Frente Nacional, con miles de muertos regados a lado y lado.

En un país que, como lo he dicho aquí tantas veces, tiene unas estructuras y una mentalidad (el alma) ancladas todavía en la Colonia, en la Encomienda, y con unas instituciones democráticas que no pocas veces han sido usadas, qué paradoja, para conservar ese orden señorial, para perpetuarlo. El Estado como un botín o un privilegio; la sociedad como el resultado de esa contradicción entre lo que dice ser y lo que en verdad es.

Y al final, en la larga duración, ese conflicto hemos sido. Y creo que hay que ver nuestra historia como una lenta sucesión, como etapas y símbolos y páginas que era y es preciso atravesar para ser algún día, ojalá, una sociedad mejor.

Decía un personaje de Stefan Zweig: “Hay que empezar la paz como otros empezaron la guerra”. Suficiente razón, en mi caso, para votar que sí.


Juan Esteban Constaín

catuloelperro@hotmail.com

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