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Ser útil

Ember Estefenn pertenecía al grupo de personas que están salvando el mundo, héroes de verdad.

Hay un bellísimo poema de Jorge Luis Borges que se llama 'Los justos', una enumeración de oficios y destinos en cuyo silencioso cumplimiento, como un milagro, está quizás la única justificación de la humanidad, su mejor excusa. El tipógrafo y el ceramista, el que acaricia a un animal dormido, el que prefiere que los otros tengan razón. “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”, dice el último verso.
Siempre pienso en ese poema, siempre lo recuerdo y me conmuevo cuando veo en la calle a alguien así: un profesor que va con sus alumnos y los mira orgulloso; un médico que hace con amor su trabajo; un mesero que soporta con paciencia, con grandeza, la mezquindad y la altanería de algún comensal; el que ha hecho de la bondad una costumbre, el que la practica sin importar las consecuencias.
En esos casos siento lo que dice el poema de Borges, y es que esa gente es la salvación del mundo, su razón de ser. Héroes de verdad que lo son sin pedir nada a cambio; felices ejecutores de un ideal moral altísimo, solo que para ellos es la vida y nada más, sin propaganda y sin ruido. Sé que esa es una figura ya muy devaluada por la sensiblería y el cinismo corporativos, pero no por ello es menos necesaria. Al revés.
Sobre todo en una sociedad, como la nuestra, en la que la queja y el desplante adolescente, y la arrogancia y la dureza de corazón, y la indignación permanente y la vanidad, y la maldad tenida por inteligencia o la amargura confundida con la crítica... En una sociedad en la que todo eso se considera cada vez más una virtud, impuesta además por quienes dicen ejercerla desde su arbitrario y soberbio pedestal.

Su vida estuvo siempre al servicio de los demás, pero de verdad: no como un discurso ni una pose.

En un mundo así es cada vez más necesaria la gente útil: los buenos panaderos, por ejemplo, o los buenos profesores; los creadores de belleza, los tercos cultores de la generosidad y la nobleza. Eso como un antídoto, o por lo menos como un consuelo, contra la influencia omnipresente y tóxica de tanto político que hay, tanto ideólogo mesiánico y tanto pastor, tanto vocero de sí mismo poniendo los puntos sobre las íes.
El fin de semana pasado, en un absurdo y terrible accidente, murió Ember Estefenn Rodríguez, quien pertenecía sin duda al primer tipo de gente, no al segundo. Porque su vida estuvo siempre al servicio de los demás, pero de verdad: no como un discurso ni una pose, sino como la vocación abnegada y discreta de un maestro que marcó el destino de muchos de los que se le cruzaron en el camino, sobre todo los más jóvenes y necesitados.
Su hoja de vida es admirable no solo por todo lo que había hecho, sino además porque todo lo que hizo lo hizo bien, como el mejor. Con humildad, entrega y compasión, sin esperar nunca más premio que el del deber cumplido, sin buscar el reconocimiento ni la fama, solo la felicidad de ver cómo florecían las semillas que iba sembrando por el mundo, haciéndolo un lugar más bello, más justo, más llevadero.
Su hermano menor, Rashed, es como un hermano para mí y hubo una época de mi vida, hace muchos años, en que yo vivía más en su casa que en la mía, todos los días. Ahí conocí a Ember y ya desde entonces era así: no solo un gran tipo, sino una especie de sabio a pesar de su edad, como si hubiera nacido –y sí– para ser el gran profesor que fue luego. Una vez nos dijo: “Si van a ser vagos, por lo menos aprendan a tocar guitarra”.
“La gloria está en ser útil”, escribió un día Simón Bolívar, y Ember Estefenn lo fue para mucha gente: para su familia, para sus amigos, para sus alumnos. En todos queda su huella imborrable y llena de amor.
Y con su muerte pierde Colombia a uno de sus mejores valores, pero sobrevive su ejemplo: la esperanza de que algún día haya en este país, y en este planeta, más gente como él. Ojalá.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
catuloelperro@hotmail.com
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