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Qué grande es

Hay muchas formas de la idealización, unas son buenas y otras son fatales.

Hay en el Museo Británico un grabado del pintor italiano Giuseppe Maria Mitelli, nacido en Bologna en 1634 y muerto allí mismo en 1718. Pero más que un grabado parece una caricatura en la que sale un gigante con espada y armadura parado en un pedestal: se trata de un político (así se llama la obra: La política de verdad) rodeado por todos sus aduladores, que lo miran con admiración, deslumbramiento, erotismo.
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Uno de ellos, con un sombrero como de cura italiano, porque eso parece, dice maravillado: “qué gran ingenio”; detrás de él hay un anciano pérfido y narizón, con gorro frigio, que dice sin dudarlo: “todo lo vence”; al lado de ellos, en la mitad de los dos, hay una especie de tendero gordo y de bigote, cara bondadosa, quien añade: “qué grande es”; un caballero fino y elegante, con capa y guante en la mano, barba puntiaguda, se suma al coro y asegura: “es un titán”.
Hay muchos más áulicos allí, busquen por favor la imagen en internet, y todos están en esa multitud, en esa grotesca audiencia que se pliega a ese político y lo celebra y lo alaba. No sobra decir que se trata de una burla y una feroz ironía, como tantas veces pasaba en el Barroco cuando el arte gráfico jugaba a ser muy solemne y trascendental, como en un libro de emblemas, pero en realidad estaba ejecutando una crítica demoledora.

El problema no es ese sino caer en la idolatría y la abyección: adorar al líder como si fuera un semidiós, rendirle pleitesía como si fuera un superhombre.

En este caso, obvio, una crítica que parece insignificante e inocente –tanto que ya nadie se acuerda de ese grabado ni de su autor– a esa perversión política y humana por excelencia, o una de ellas, sin duda, que es la zalamería con el poderoso, la obnubilación ante su inevitable humanidad, el enceguecimiento frente a su estatura real, la exaltación gratuita y desaforada de las cualidades que no tiene o no en esas proporciones.
Hay muchas formas de la idealización, unas son buenas y otras son fatales. La peor de todas, la más nociva y peligrosa, es la idealización de un político o un caudillo. Incluso si es bueno y elocuente, probo, competente; incluso si tiene de verdad grandes virtudes y se merece los elogios. El problema no es ese sino caer en la idolatría y la abyección: adorar al líder como si fuera un semidiós, rendirle pleitesía como si fuera un superhombre.
Quienes se dejan llevar a ese grado de enajenación y tontería, la mayoría de las veces sin darse cuenta pero otras muchas con plena consciencia y por interés o por cálculo o por pura obstinación ideológica, se constituyen muy rápido, también, en una turba que no solo es incapaz de reconocer los errores de su conductor sacrosanto, sino que lo defienden por encima de toda consideración racional y lapidan a quien se atreva a salirse del coro.
No se dan cuenta, no pueden darse cuenta, de que en vez de hacerle un bien a su inobjetable e incuestionable caudillo, oh, al final le están haciendo un mal, pues nada mejor, para un poderoso, que alguien al lado que le diga la verdad y le señale con sinceridad, con cinismo, si se quiere, los errores y las trampas del poder y la vanidad. Como ese rey, ya no recuerdo dónde ni cuándo, que tenía un funcionario encargado de decirle a todo que no, por principio.
Creer en la infalibilidad de quienes gobiernan, sobredimensionar sus aciertos y omitir sus fallas y desatinos, que es en lo que se convirtió el juego político y hasta periodístico en todas partes desde hace tiempo, y más con las llamadas ‘redes sociales’, aunque acaso siempre fue así, basta ver el grabado boloñés del que hablé arriba, es muy malo para ambas partes, los que alaban y los alabados, y es desastroso para la sociedad en general.
Porque se acaba la idea del bien común, esencia de la política, en teoría, y se impone la lógica de secta y de partido. Y porque así son las tiranías, aunque lo nieguen sus defensores.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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