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Por siempre joven

Por siempre joven

La juventud es un estado del alma que puede durar casi cien años y que se pierde cuando se pierde el humor, cuando se prolonga en el quirófano y no en la vida y la amistad.

Todas las cosas que se podían decir sobre Álvaro Castaño Castillo, que son muchas y todas buenas, se han dicho ya a propósito de su muerte la semana pasada en Bogotá. O casi todas: que fue un precursor y un visionario, un obstinado defensor de las obras más bellas del mundo, a las que les abrió con su micrófono una ventana inmensa para que pudieran respirar y ayudar a los demás a respirar también.

La HJCK, su emisora y su vida, “el mundo en Bogotá”, fue una especie de milagro que solo a alguien con la terquedad y la locura desaforada y suicida de Castaño se le podía ocurrir. Nada menos y nada más que una emisora “para la inmensa minoría”: un refugio al que en 1950, cuando salió al aire por primera vez, por primera vez y para siempre, nadie le daba más de un año de vida.

Quizás por eso la HJCK duró tanto –y aún lo hace, aunque con el respirador artificial de internet–: porque era el sueño de un hombre sabio y feliz al que le importaban poquísimo, nada, los dogmas y las tonterías, las obviedades y las verdades reveladas de esos pontífices y gurús que van por el mundo, sobre todo por el mundo de los medios de comunicación, diciendo qué es lo que ‘hay que hacer’.

Víctor Pérez, el ingeniero por años de la HJCK, me contaba que dos cosas lo conmovieron toda la vida de Castaño como jefe: la primera, que jamás se le atrasó con el pago, que siempre fue de una corrección ejemplar; y la segunda, que el viejo se enfurecía cuando algún ‘experto’ le decía que había que cambiar, que ‘el público’ quería otra cosa y que la emisora no podía seguir siendo el capricho diletante y elevado de unos pocos.

Entonces era cuando más desafiante se volvía Álvaro Castaño Castillo con la programación y los contenidos de la HJCK; cuando más se aferraba a los principios que lo llevaron a fundar ese sueño de locos. El público merece respeto y suele ser mucho más inteligente que sus voceros arbitrarios; la variedad es la sal de la vida y hay también quienes quieren escuchar a Gustav Mahler, por qué no.

En ese sentido la HJCK era una emisora elitista, sin duda, de allí su lema. Pero el elitismo en la única versión respetable que hay: no la del triunfo del dinero y los grotescos prejuicios de clase, sino la de la exaltación de las mejores cosas. Por eso era también un espacio democrático, quizás uno de los pocos que haya habido de verdad en este país de injustos privilegios. Que cualquiera prendiera su radio para oír declamar a Borges o a Neruda.

Capítulo aparte merece, por supuesto, el amor de Álvaro Castaño por Gloria, su novia de toda la vida. Ese amor del que él hablaba todos los días como si fuera el primer día, hasta el último, y que tuvo solo dos infidelidades cultivadas y promovidas por ella misma: una con Leonor de Aquitania, la gran mentora de los trovadores del amor cortés, y otra con Agnès Sorel, la amante de Carlos VII de Francia.

Pero lo mejor de Álvaro Castaño Castillo, hasta su muerte, fue la manera en que pudo burlarse del tiempo, disolverlo en una dosis diaria y generosa de whisky que lo mantenía lúcido y sonriente, convencido de que la juventud es un estado del alma que puede durar casi cien años y que se pierde cuando se pierde el humor, cuando se prolonga en el quirófano y no en la vida y la amistad.

Dorian Gray y el retrato de Dorian Gray al mismo tiempo, así era Álvaro Castaño Castillo: cuantas más marcas le iba dejando la vejez, más vitalidad tenía. Cada nuevo golpe del reloj lo hacía más fuerte y más feliz. O como dijo él mismo en un poema que escribió al cumplir 90 años: “No tengo presa mala”.

Es una lástima que tipos así se tengan que morir. Pero también es que alguien tiene que ir a alegrar el Paraíso.


Juan Esteban Constaín

catuloelperro@hotmail.com

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