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País de papel

País de papel

Nos instalamos en el plano ideal de una sociedad que no existe. Un país de papel que es moderno, tolerante, secular, respetuoso, abierto, superpuesto a una sociedad que puede llegar a ser todo lo contrario.

Una de las mayores dificultades, si no la mayor, para el análisis y la comprensión de los problemas en nuestro país, incluso para su sola formulación (y saber formular un problema es de alguna manera entenderlo), está en el hecho de que siempre, o casi siempre, suponemos que las cosas son distintas a como en verdad son. De allí nuestras predicciones fallidas, nuestras esperanzas vueltas muy pronto amargos desengaños.

Es como si hubiera –a ver si logro explicarme– un sistema de ‘presunciones teóricas’ que damos por ciertas y por válidas y que sin embargo no lo son en absoluto, ni lo uno ni lo otro, y frente a las cuales nuestra ‘realidad’, lo que quiera que ella sea, se abre como un abismo en el que caen sin remedio no solo las explicaciones que tratamos de imponerle sino también las leyes con las que tratamos de gobernarla.

Suponemos, por ejemplo, que Colombia es un país ‘normal’. Damos eso por sentado en contra de las evidencias, de las noticias, de la experiencia propia y colectiva de todos los días desde hace muchos años, muchos siglos. Y ese error de percepción, esa equivocación, va a dar a nuestros textos constitucionales, a nuestros planes de gobierno, a ese paraíso que creemos ser con tanto orgullo y que por desgracia casi nunca somos.

Por supuesto: ningún país es normal de verdad, bendito sea Dios. Y a la hora de gobernar o legislar no hay método que sirva, cómo podría haberlo, para prever o intuir o incorporar al orden de las cosas esa dosis de caos presente en cualquier sociedad. O acaso sí lo haya, quizás ese es el tema: que hay sociedades que pueden gobernar el caos, domesticarlo, y otras en cambio que son gobernadas por él.

En Colombia hay una frase, trillada como la que más, insoportable, que sin embargo explica esto muy bien: “Haciendo leyes para Dinamarca cuando estamos en Cundinamarca”. Es un dicho con mil variantes y matices, pervertido además por los políticos, que lo repiten cada vez que quieren parecer trascendentales. Pero es un dicho cierto, el mejor resumen de algunas de nuestras peores tragedias.

Porque nos instalamos en el plano ideal de una sociedad que no existe, que no somos, quizás con la esperanza de que al menos su formulación literaria la haga posible algún día, la invente y la fuerce. Un país de papel que es moderno, tolerante, secular, respetuoso, abierto, superpuesto a una sociedad que puede llegar a ser todo lo contrario: premoderna, dogmática, supersticiosa, cerrada, brutal y fundamentalista.

En esas llevamos más de doscientos años, desde la Independencia: dos siglos en los que hemos tratado de asumir la Modernidad como nuestro proyecto político y cultural, pero en el caldo de cultivo de una mentalidad que es la negación misma del mundo moderno y sus valores. O para decirlo de forma casi estúpida y redundante: la Modernidad no son sus consecuencias, que hemos querido copiar, sino sus causas, que nos faltan.

La Modernidad no es una forma de pensar sino una forma de ser; no es la ropa sino quien la lleva puesta. Y en el caso colombiano nada refleja mejor esa contradicción que el tema religioso, la ruptura entre una sociedad conservadora como la que más y el discurso de una parte de su élite, progresista y heredera de un liberalismo que siempre fue una promesa incumplida.

Quizás no nos demos cuenta porque los árboles nos tapan el bosque, pero esa es la guerra que sigue librando nuestra sociedad con cada batalla que da, todos los días. Una guerra que en muchas partes se resolvió en favor de la libertad, a sangre y fuego, hace cinco siglos, o hace tres o hace dos o aun el siglo pasado.

Y quien niegue la lógica implacable de esa guerra es porque la está perdiendo.


Juan Esteban Constaín

catuloelperro@hotmail.com

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