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Ojalá el esplín

Qué paz no haberse enterado nunca de la existencia de una gente que solo produce vergüenza ajena.

Parece ser que el bazo es un órgano muy importante en el proceso biológico de los vertebrados y en general de casi todos los seres humanos, como dice Wikipedia, o quizás sea al revés, no lo sé. Igual uno nunca lo valora ni lo aprecia ni lo recuerda sino cuando le duele, en el costado izquierdo, ese dolor que daba cuando jugábamos fútbol de niños después de comer. Entonces se decía “me dio bazo”, como si fuera una enfermedad.
Lo que sí es lindísimo del bazo es su nombre en griego, aunque parece en inglés, el 'spleen', que en español se escribe y se pronuncia ‘esplín’ como en el poema de Tomás de Iriarte: “Es el esplín, señora, una dolencia/ que de Inglaterra dicen que nos vino. / Es mal humor, manía, displicencia, / es amar la aflicción, perder el tino, / aborrecer un hombre su existencia, / renegar de su genio y su destino...”.
Eso es el esplín: el desconsuelo, el desasosiego, no hallar el paso ni el camino. Los antiguos creían que en el bazo nacía la melancolía, la tristeza, y por eso su nombre en griego se volvió, en otras lenguas como el francés o el inglés o el español, el sinónimo de ese estado mental y espiritual tan común de la amargura y el desgano, la ausencia de interés en el mundo y sus criaturas.
Un poema de Baudelaire se llama así, 'Spleen', uno entre varios con ese mismo nombre, y lo describe con gran rigor y belleza: “Soy como el rey de un país lluvioso: rico pero impotente, joven, que quiere decir demasiado viejo...”. En el siglo XIX, a finales de ese siglo tan optimista y tan feliz, esa fue toda una moda: sentirse triste, “creer que un cielo en un infierno cabe”.
Se hablaba del 'spleen' de París o del 'spleen' de Bogotá (sobre todo si uno estaba en Bogotá, y entonces fingir la tristeza no era tan difícil): un hábito elitista y bohemio y poético en el que la melancolía daba prestigio, un halo de misterio, encanto, fascinación. Y si había rapé mucho mejor: se tenían siempre los ojos medio cerrados y distantes, se daba la impresión de estar como en un trance.
Tuve una gran amiga bogotana a la que le tocaron esos tiempos y me decía que otro rasgo imprescindible del esplín era fingir ingenuidad y ausencia, desconocimiento de las noticias y la actualidad, desapego por la realidad. No estaba bien visto que un aristócrata del espíritu –porque en eso consistía el esplín, de eso se trataba– estuviera enterado de los últimos chismes y las últimas novedades. Para qué, todo da igual.
Esa era por supuesto una pose: una ficción, un esfuerzo tan deliberado y hechizo como el de la tristeza o la desolación. Aunque hace poco me pasó algo increíble: le pregunté a un amigo qué pensaba de la candidatura presidencial en Estados Unidos del pavoroso Ka-nye West, o como se llame, y me dijo con total candidez: “¿Quién?”. Pensé al principio que era un desplante suyo, un chiste.
Pero luego comprobé no solo que mi amigo no tiene la menor idea de quién es Kanye West, sino que además ignora también quiénes son muchas de las figuras que a diario se vuelven tendencia en las redes sociales en Colombia y el mundo, la mayoría de ellas por los actos o dichos más estúpidos que uno se pueda imaginar. Él de verdad no sabe ni quiere saberlo, vive ausente de esa realidad.
Habrá quien lo compadezca o no le crea, yo en cambio sentí una envidia como pocas veces la he sentido por alguien en la vida: qué dicha no vivir al acecho de los otros (esos otros, sobre todo); qué paz no haberse enterado nunca de la existencia y las ejecutorias de una gente que solo produce angustia, mortificación, vergüenza ajena, hasta bazo.
Mi amigo no es un ermitaño ni un ogro, tampoco un pretencioso ni un excéntrico. Pero de verdad no se entera, ni le importa.
Mi amigo es un héroe, más bien, incluso si no está fingiendo.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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