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Nostalgia de lo malo

Es inevitable sentir hoy una gran simpatía por Bush. La perspectiva histórica lo ha beneficiado.

Internet me recordó ayer que han pasado 12 años ya de uno de los momentos estelares de la historia de la humanidad, como decía el gran Stefan Zweig, cuando el periodista iraquí Muntadhar al Zaid le lanzó, en una rueda de prensa, sus dos zapatos viejos a George W. Bush, presidente de los Estados Unidos y cuyo mandato estaba por terminar. Zaid se paró y le gritó: “¡Un beso de despedida del pueblo de Irak, perro!”.
Entonces le tiró sus dos zapatos, primero el uno y después el otro, con una velocidad asombrosa. Aunque más asombrosa fue la reacción de Bush, sonriente y flemático, diestro en esquivar cada zapatazo, sin aspavientos y sin miedo, sin perder la compostura. Lo que pedía La Rochefoucauld para toda vida (y toda muerte) decente: sin incurrir jamás en el escándalo ni el patetismo, sin gritar ni sobresaltarse.
En el caso de La Rochefoucauld, uno de los más grandes escritores franceses del siglo XVII y de todos los tiempos, confidente de madame de La Fayette, la historia dice que iba un día caminando por la calle con su traje de corte, su pelo largo, su espada de hombre de honor. Del otro lado venía un carruaje desbocado, la gente empezó a gritarle que corriera y se salvara. La Rochefoucauld respondió sin inmutarse: “Prefiero la muerte al ridículo”.
Lo curioso, volviendo a Bush, es que entonces nos parecía a muchos, en el mundo entero, un presidente funesto y brutal, precario a más no poder. Quizás lo fuera, por eso tantos celebraron esos zapatazos como si fueran propios. Como si él encarnara, ay, el punto más bajo y vulgar de la decadencia política de su país, uno de los países más importantes en la historia de la modernidad.
No sabíamos lo que nos corría pierna arriba; tanto que hoy, 12 años después, al volver a ver esas imágenes, es inevitable sentir una gran simpatía por Bush, una especie de nostalgia y hasta cariño. En general yo lo he ido apreciando más con el tiempo, a pesar de sus estragos y sus guerras. Pero bruto ya no me parece, en absoluto, y varias veces le he oído discursos llenos de humor y sensatez, incluso ternura. Increíble.
Pero sobre todo es que la perspectiva histórica ha beneficiado a Bush de manera abrumadora, si uno lo compara con el esperpento obsceno y grotesco de Trump, ante el cual cualquier presidente anterior de los Estados Unidos –cualquiera– parece hoy Winston Churchill o Luis XIV. La decadencia tiene eso, que proyecta hacia el pasado una luz que lo modifica y le otorga nuevos matices y valores, otro contorno, otra vida.
Y lo que antes parecía normal y gris, aun perverso, empieza a verse casi como una virtud excepcional cuando se ha perdido; cuando todo es mucho peor. Entonces añoramos eso que en su momento dábamos por sentado y cierto y que era apenas la vida de todos los días, las cosas como se supone que deben ser y son. Esa es otra de las famosas enseñanzas de la pandemia: el valor de los tesoros cotidianos que se nos fueron de las manos.
Por eso siempre habrá quien diga que todo tiempo pasado fue mejor, porque en el recuerdo la historia va haciéndose cada vez más tolerable y feliz; la nostalgia lo embellece todo, nada tiene más futuro que el pasado. La poderosa idea agustiniana de que es pésimo sufrir pero es una delicia y una bendición haber sufrido: Petrarca, en sus cartas, envidiaba la época de Cicerón, quien a su vez, en sus cartas, envidiaba la época de Platón.
¿Es Trump el punto más bajo y decadente en la historia política y cultural de los Estados Unidos? Tal vez sí, por ahora sí. El tiempo lo dirá, hay que esperar. Aunque la ley de Murphy nunca ha incumplido su promesa de que todo puede siempre empeorar, aunque en este caso parece imposible.
Toquemos madera para nunca tener que extrañar a Trump.
Juan Esteban Constaín
www.juanestebanconstain.com
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