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Mayoría gana

Mayoría gana

Este año pasará a la historia como una de las borracheras democráticas más estruendosas de todos los tiempos, con pueblos por doquier saltando al abismo cual si fuera una piscina. Y sí lo es: una piscina sin agua, la dura realidad.

Acaban de ocurrir, hace un par de días, las elecciones presidenciales de los Estados Unidos de Norteamérica, las de verdad: no en las que vota la gente –el llamado ‘voto popular’, que fue hace más de un mes y lo ganó Hillary Clinton– sino en las que votan los delegados al Colegio Electoral y cumplen así el antiguo ritual de escoger al Presidente y al Vicepresidente del país más poderoso del mundo, América.

Ese es, como se sabe, un sistema electoral complejísimo y no pocas veces absurdo, diseñado en sus orígenes para evitar lo que Tocqueville llamaría luego “la tiranía de las mayorías”: el triunfo aplastante de una turba que por el solo hecho de ser más numerosa podía llevarse por delante lo que le pusieran, la razón o la justicia o el respeto o la moral o la cordura, lo que fuera. Todo en nombre de la aritmética.

En el caso de los Estados Unidos, además, había que encontrar un equilibrio entre la idea de nación que querían y tenían que imponer e inventarse, de alguna manera, los ‘padres fundadores’, y la lógica del poder político y económico, y cultural, y demográfico, que imperaba en cada Estado. Así surgió ese método que a tantos, incluso allá mismo, resulta tan difícil de aceptar, en el que no siempre gana el que gane las elecciones.

O mejor dicho: para ganar las elecciones, el poder, hay que ganar los votos electorales, no el voto popular. Que se exprese primero la democracia, sí, pero luego hay que meterla en cintura, garantizar que no sea un salto al vacío. Lo curioso es que ese sistema, así concebido, estaba diseñado para impedir que alguien como Donald Trump pudiera llegar a ser presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, no al revés.

Pero en fin: ya sabemos que este año, si es que de verdad se acaba, pasará a la historia como una de las borracheras democráticas más estruendosas de todos los tiempos, con pueblos por doquier saltando al abismo cual si fuera una piscina. Y sí lo es, claro que sí: una piscina sin agua, la dura realidad. Para que en ella puedan chapotear, hasta ahogarse, todos los que se dieron un tiro en el pie creyendo que le disparaban al aire.

No sería tampoco la primera vez que ocurre, no nos digamos mentiras. El espíritu democrático exhibe un largo prontuario de descalabros y desastres, desde la muerte de Sócrates hasta la llegada al poder del nazismo. Por eso la democracia moderna no puede entenderse solo como el triunfo de las mayorías, y menos cuando eso significa arrasar con los derechos de las minorías, o con la libertad, o con la igualdad ante la ley.

Pero si uno escribiera una brevísima historia ilustrada de la democracia se encontraría con una larga tradición de desafueros: como el del payaso brasileño Tiririca, que se lanzó al Congreso, y quedó, con un lema brillante: ‘¿Qué hace un congresista? No tengo la menor idea. Vote por mí y le cuento...’. También en Brasil, en 1959, un rinoceronte llamado Cacareco ganó unas elecciones con más de 100.000 votos. Y con toda la razón.

Alex Boese recuerda que en 1967, en el pueblo ecuatoriano de Picoazá, durante unas elecciones para la alcaldía, los dueños del talco para pies Pulvapies hicieron una publicidad que decía: ‘¡Vote por el que quiera, pero si quiere de verdad higiene, vote por Pulvapies!’. El talco ganó por un amplio margen, y aunque luego no pudo posesionarse, durante años la gente le decía “el Honorable Pulvapies”.

El perro Bosco, la mula Boston Curtis, el pavo Dustin, el gato Catmando, el chimpancé Tião y añada usted al que quiera: candidatos todos que han ganado elecciones o han sacado arrolladoras votaciones.

Tampoco es que el 2016 nos enseñara nada nuevo. Si es que se acaba, claro.


Juan Esteban Constaín

catuloelperro@hotmail.com

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