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Limpieza de sangre

Un concepto que llegó a ser determinante en la configuración mental de la cultura hispánica.

Todas las culturas, aunque tantas veces se crea y se diga lo contrario, aun de buena fe, todas las culturas son jerárquicas y excluyentes: todas profesan, de alguna manera, la arrogancia de sus propios valores, faltaría más que no, en eso consiste casi la definición más elemental de lo que es una cultura. Como si allí germinara la frontera por excelencia de la especie humana, la de la civilización y la barbarie: nosotros, ellos.
A veces esas jerarquías y esos sistemas de exclusión nacen de la religión y de la fe, a veces de las condiciones materiales y económicas, a veces de las estructuras mismas del poder y la política, a veces —muchas veces— incluso de un criterio tan equívoco y complejo y cuestionado como el de la ‘raza’: los aparentes rasgos de pertenencia o no a los patrones físicos que se consideran imperantes y legítimos en una cultura cualquiera.
Hay un caso muy interesante que es el de lo que podríamos llamar (bueno: así se llama, no hay que ser tampoco muy originales; aunque el concepto fue pervertido y degradado por los políticos y los ideólogos de derecha, y hoy es un concepto maldito) la ‘hispanidad’: la compleja y rica y abigarrada y antigua y mestiza y discutible, y en fin, idea de lo español, de lo hispánico, como resumen de una cultura universal.

No deja de ser tan extraño, por decir lo menos, ver cómo tanta gente que durante años (siglos) reivindicó su limpieza de sangre, ahora reniegue de ella para demostrar que es sefardí o judeoespañola

Se trata de una historia larguísima y conflictiva, como se sabe, en la que confluyen pueblos, lenguas, visiones del mundo, etcétera. Una historia que, además, tuvo un escenario natural que fue y es el de la península ibérica, pero que luego se extiende, para ahondar sus desgarramientos y contradicciones, hacia el continente americano. ¿Cataluña, el Cauca, Texas? Bueno: de alguna forma eso hace parte de ese problema también.
Y hay un concepto que llegó a ser determinante en la configuración mental de la cultura hispánica, el concepto de la “limpieza de sangre”. Más que un concepto fue un mito, surgido de la manera en que en la España medieval terminó por imponerse, como valor supremo de la identidad nacional, el cristianismo. Eso después de un largo, larguísimo enfrentamiento político y militar contra el islam.
La limpieza de sangre fue entonces el camino para demostrar que uno no tenía ancestros judíos ni musulmanes; que uno era ‘cristiano viejo’ y no ‘nuevo’, sobre todo después de las conversiones masivas y forzadas de finales del siglo XIV y las del siglo XV. Para eso, entre otras cosas, se revivió la Inquisición, como una central de información crediticia de la fe que verificaba quiénes tenían deudas y quiénes no, quiénes estaban ‘reportados’.
Ya digo: muchas culturas han practicado, aun sin decirlo, alguna noción de la limpieza de sangre; un criterio de exclusión y superioridad, un sistema hegemónico y de castas. Por eso decía Américo Castro que los cristianos españoles habían copiado ese método de los propios judíos, que después lo padecieron hasta tener que abandonar su tierra, una vez más en la historia. La diáspora como patria, podría decirse.
Solo que esa idea hispánica de la limpieza de sangre se volvió el fundamento de todo un orden político, económico y moral: el mismo que reprodujeron en América los conquistadores y sus herederos, el orden colonial. En él se basaba también el poder de los patricios criollos, muchos de los cuales, qué paradoja, se sirvieron luego de la república y del liberalismo igualitario para perpetuar sus privilegios.
Por eso no deja de ser tan extraño, por decir lo menos, ver cómo tanta gente que durante años (siglos) reivindicó su limpieza de sangre, ahora reniegue de ella para demostrar que es sefardí o judeoespañola, aunque también puede decirse que es ladina.
En el año del bicentenario, sí, y para tener un pasaporte español.
catuloelperro@hotmail.com
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