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Fórmulas mágicas

Morirse de hambre o morirse enfermo es una tragedia que no admite salidas fáciles ni recetas viejas.

Una amiga italiana que es de Palermo pero vive en Rovigo, cerca de Venecia, me cuenta que gracias a Dios en su familia están todos bien; encerrados desde hace más de un mes pero sin novedad en el frente. Me dice también que nunca se imaginó que llegaría el día, y llegó, es esta pesadilla, en el que su mayor emoción en la vida fuera salir a hacer mercado en la tienda de la esquina.
Pero como ella nunca fue muy sociable –a mí me habló por primera vez después de estar al lado mío durante más de seis meses en el mismo salón, lo hizo para pedirme que cerrara la puerta– ahora se siente una especie de precursora de la cuarentena: una visionaria. Es el mismo caso de todos los huraños del mundo, para los que esta política del ‘distanciamiento social’ no significa nada nuevo; al revés, están dichosos.
Y ya la discusión científica sobre la cuarentena, una medida de la que se tiene noticia desde tiempos bíblicos, está en plena ebullición: economistas, epidemiólogos, políticos y ciudadanos debaten sobre los peligros y las virtudes de una decisión de salud pública tan drástica, que sin embargo ha resultado ser, hasta ahora, la única eficaz para contener la onda expansiva del coronavirus.
Donald Trump ya dijo que había que ver si el remedio resultaba peor que la enfermedad, y esa parece ser la misma inquietud, aun la de muchos enemigos de Trump, de todos los que no ven cómo pueda cerrarse el mundo durante meses sin que se quiebre de manera irreversible y catastrófica la economía. Por el otro lado están quienes priorizan la salud y la vida: el criterio biológico frente al criterio económico, digamos.
Aunque hay quienes dicen, y es un poco la idea de Trump, por mal que nos caiga, que el criterio económico es también biológico, y que se va a morir más gente de hambre y postración que por el coronavirus. De ahí que las estrellas del momento, junto con el personal heroico de los servicios de salud, sean los matemáticos: los que hacen modelos predictivos con los datos para intuir el destino de la enfermedad.
Un economista muy reputado, Sergio Correia, acaba de publicar con dos de sus colegas un documento en el que muestra cómo se recuperaron mejor en términos económicos, tras la brutal ‘gripa española’ de 1918, los estados de los Estados Unidos que impusieron con más severidad la cuarentena. Al final es una discusión teórica en la que subyace una conclusión terrible y obvia, y es que los fuertes sobreviven más que los débiles.
Claro: hablar de la cuarentena es muy fácil cuando se tiene todo y la única preocupación del confinamiento es si ya se va a acabar la serie que uno se está viendo. También lo es en los países ricos en los que existe una estructura robusta de servicios públicos (empezando por el de la salud) que hacen que la gente se pueda ‘quedar en casa’ sin poner en riesgo la supervivencia. Y aun en esos países la situación es dramática.
Pero en los países pobres, en los que la vida está marcada por la informalidad y la precariedad, a pesar de todos los esfuerzos, la perspectiva es aún más dolorosa: o morirse de hambre o morirse enfermo. Y no es un dilema: es una tragedia que no admite salidas fáciles ni fórmulas mágicas ni recetas viejas. De hecho no las hay, como suele no haberlas jamás, y esa es una lección fundamental de esto que está pasando.
Porque ni en la política ni en la economía ni en la ciencia ha habido una respuesta conclusiva ante un cataclismo que en cien días lo cambió todo. Y son admirables los que tanto hacen por buscar una solución y un alivio. Todos.
Marco Revelli, un sabio italiano, decía ayer que estremece pensar que hoy el mundo está poblado por sobrevivientes.
Como siempre, le dijeron, y respondió: “Pero hoy más que nunca”.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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