En 'La Frantumaglia', el libro de cartas y entrevistas y huellas de Elena Ferrante, hay un texto bellísimo que se llama ‘La suspensión de la incredulidad’, en el que ella les explica a sus editores lo difícil y lo inútil que le resulta hablar de política, sobre todo referirse de manera directa a la actualidad, quejarse, denunciar, decir lo que todo el mundo está diciendo ya o ha dicho antes o va a decir también.
En realidad se trata de una carta en la que la autora –y lo es: a quién le importa lo demás– de 'Los días del abandono' trata de justificar un cuento que les acaba de mandar a Sandro Ferri y Sandra Ozzola, sus amigos, para publicarlo en un proyecto que entonces se iba a llamar 'Conflicto de intereses' y en el que varios escritores italianos escribirían una ficción sobre Silvio Berlusconi y su mundo.
Y lo que dice Elena Ferrante en esa carta es que a veces es mejor hablar de la historia en tono menor, escribirla en letra menuda. Desentrañar los grandes problemas políticos del presente pero sin rasgarse las vestiduras, sin decirlo a grito herido. En otras palabras (dice), a ella le parece más fácil y más eficaz hablar de Berlusconi sin mencionarlo, narrar en cambio la vida desgraciada de una familia napolitana en esos tiempos infames.
Porque si uno lo piensa bien, continúa Elena Ferrante, lo que ha logrado Berlusconi, su gran triunfo y la clave de todos sus éxitos, es lo que Coleridge llamaba “la suspensión de la incredulidad”: esa especie de estado de gracia que se necesita en el arte, en la ficción, para que todo lo que ocurre allí sea creíble; para que el público se rinda y crea solo en esa realidad allí inventada, sin cuestionarla desde la razón o la duda.
Pero lo que antes era solo una conquista estética y narrativa, el milagro del arte, o aun del espectáculo, se trasladó luego a todos los ámbitos de la vida, en especial el de la política y el poder. Quizás por eso Berlusconi se adueñó antes de la televisión italiana y después del país: porque lo segundo era imposible sin lo primero; porque el verdadero dominio ideológico estaba allí (era el 2002), en la baja calidad de lo que la gente ve y consume.
O para decirlo mejor, en la calidad de lo que la gente es, de eso en lo que se va volviendo cuando el pueblo –en el sentido político más profundo del término, con todas sus implicaciones– se convierte en el ‘público’, en la ‘audiencia’. Entonces todo adquiere el tono de un reality show, desde la elección de un cantante o una modelo o un cocinero hasta la elección de quien va a gobernar en un país en los años por venir.
Y como todo se vuelve una ficción, un acto, dice Elena Ferrante, entonces nos vamos impregnando de esa lógica melodramática y telenovelera. Y suspendemos la incredulidad, incluso a la hora de pensar en los temas más importantes y más urgentes y en los que las evidencias o la sensatez, por ejemplo, deberían ser indispensables. Pues no: la vida es otra cosa, esperemos a ver qué dicen el libreto o el presentador.
Por eso, en un mundo así, y eso que todavía faltaban las redes sociales cuando Elena Ferrante lo describió, se impone el que logra ser un espectáculo: el que más grita o insulta, por ejemplo, el que hace del desplante y la patanería su programa de gobierno; o el cínico, o el mesiánico, o el fanático, o el irresponsable: el que tenga la cámara todo el día encima, el que más clics coseche aun si es diciendo o haciendo idioteces.
Por eso el arte hoy, se lamenta al final de su carta de hace quince años Elena Ferrante, debería ser, qué paradoja, una lucha contra la suspensión de la incredulidad. Una recuperación de la frontera, sí, pero la que separa a la ficción de la realidad.
Y mañana empieza la nueva temporada.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
El siguiente programa
En un mundo así se impone el que logra ser un espectáculo: el que más grita o insulta, el que hace del desplante y la patanería su programa de gobierno; o el cínico, o el mesiánico, o el fanático, o el irresponsable.
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