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El futuro del pasado

El descubrimiento inaugura también la polémica, la cual se renueva, cual ritual, todos los años.

Sé que a muchos les aburre la discusión anual sobre el 12 de octubre y el descubrimiento de América, aunque también hay que recordar que ese es quizás el acontecimiento más importante de la historia de la humanidad, o al menos uno de ellos, tampoco se trata de hacer una lista con los cinco primeros. Pero si se hiciera, es evidente que lo que ocurrió ese día de 1492, por sus consecuencias, tendría que estar sin ninguna duda.
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Es más: el llamado ‘descubrimiento’ de América fue acaso el primer hecho histórico, nomás ocurrir, que supuso una reflexión colectiva y crítica sobre sus implicaciones y consecuencias. Con el descubrimiento se inaugura también la polémica sobre el descubrimiento, la cual se renueva, cual ritual, todos los años. Se renueva y cambia, eso es la historia: un espejo con el que cada presente se confronta.
En el caso de la discusión originaria sobre el ‘problema de América’, como antes se llamaba, este es un tema que tiene demasiadas comillas, hay un hecho protuberante y trágico que también está en la raíz misma del problema, y es la omisión y el silenciamiento de la voz y la historia de los pueblos indígenas, cuyo mundo fue arrasado por el de los conquistadores. Ese actor protagónico de ese drama, digámoslo así, fue obligado a vivirlo solo como espectador.
Un espectador envilecido y despojado, además, derrotado para siempre y por siempre. De esa derrota, o enraizados en ella, por lo menos, nacen muchos de los peores rasgos y lastres de nuestra historia: la exclusión, el racismo, el clasismo, etcétera. Rasgos y lastres que la república liberal y moderna no solo no logró desterrar ni abolir con la independencia sino que incluso, en muchos casos, perpetuó e hizo peores.
¿Por qué? Pues porque la república la hicieron, en buena medida, los herederos del orden colonial: la élite criolla que lo era por cuenta de su ‘limpieza de sangre’. Y porque una cosa son las instituciones y las constituciones y sus enunciados y promesas, y otra muy distinta son las estructuras y los valores de la sociedad: su forma de ser, su cultura. Si eso no coincide, de nada sirve la república en una sociedad que la niega en sus prácticas más elementales.

Hay un hecho protuberante y trágico (...) y es la omisión y el silenciamiento de la voz y la historia de los pueblos indígenas, cuyo mundo fue arrasado por el de los conquistadores.

Por supuesto que esto que digo es casi una caricatura y una reducción al absurdo: una columna de opinión, ah, que omite muchos de los matices, progresos y procesos de una historia tan compleja. Es lo que pasa también con el debate sobre el descubrimiento de América, que además es el mismo y se plantea siempre en dos extremos irreconciliables y necios: o la ‘leyenda negra’ o la ‘leyenda rosa’.
De lado y lado, de ida y vuelta: o el relato idílico de un mundo aborigen puro y virginal y bueno pervertido por la brutalidad del hombre blanco, o el relato de unos soldados renacentistas que redimieron al neolítico de su canibalismo y su barbarie. Entre ambos extremos no exentos de verdad pero tampoco de ceguera ideológica está la historia: la explicación y la pesquisa nunca acabada de todo (todo) eso que fuimos: lo que fuimos y somos y seremos, eso somos.
En 1892 el gran Rubén Darío llegó a España para la celebración (entonces se celebraba, fue la primera vez que se hizo) del cuarto centenario del descubrimiento de América. Fue una revelación: un poeta que era la poesía de Virgilio y de Quevedo y de Góngora pero también la de Verlaine y Rimbaud; un hombre que llevaba en sus venas, y en su lengua, como un torrente, la sangre mestiza de América: los ríos todos que desembocan en ella.
El ‘descubrimiento’ puede ser como decían los teólogos que era la encarnación de Cristo, temporal y eterna a la vez: algo que ocurrió y sigue ocurriendo.
Nuestra historia, con su desgarrador origen, también. De nosotros depende hacerla mejor, entenderla.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com
(Lea todas las columnas de Juan Esteban Costaín en EL TIEMPO, aquí)
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