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El que no reconozca lo que es Putin (también) es porque en el fondo está de acuerdo con él.

Está bien: digamos que la península de Crimea nunca fue ucraniana porque además es cierto: en 1954 Nikita Kruschev se la regaló a la República Socialista Soviética de Ucrania para conmemorar así los tres siglos de la adhesión de los cosacos, en 1654, al Zar de Rusia en su guerra contra Polonia. Los pobladores de Crimea eran tártaros –musulmanes– y de allí los sacó Catalina la Grande en el siglo XVIII para ‘rusificarla’, para volverla rusa, y lo logró.
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Digamos que eso es así y también que en la región del Donbass, hoy famosa por razones atroces, lo que hay desde hace mucho es una especie de guerra civil en la que pugnan por el control territorial y político los partidarios del gobierno y la legitimidad ucranianos y los partidarios de una anexión a Rusia que tampoco es gratuita ni caprichosa y que tiene una cierta validez histórica. Un poco como en Crimea, aunque no del todo.
Porque lo cierto es que en esa región de la cuenca del río Donets hubo también un fortísimo proceso de ‘rusificación’ en los siglos XIX y XX, al punto de que fue ese uno de los bastiones de la minería y la metalurgia durante la Unión Soviética, y allí llegaron miles de familias de origen ruso que en un momento dado cambiaron la estructura demográfica de todo el este ucraniano, por eso ese es el corazón de la guerra que hoy tiene en vilo al mundo.
Esa situación del Donbass es tan compleja que no caben simplificaciones de esquina para resumir un conflicto que lleva muchos años y en el que ha habido de todo: paramilitarismo, limpieza étnica y lingüística, intrigas políticas y constitucionales de la peor ley, valga la expresión. Y como en toda guerra, los excesos y la infamia no son patrimonio exclusivo de un solo bando; brutalidades ha habido de lado y lado y son cada vez peores.

Esa situación del Donbass es tan compleja que no caben simplificaciones de esquina para resumir un conflicto que lleva muchos años y en el que ha habido de todo.

Digamos también una obviedad que muchos repiten hoy como si fuera un gran descubrimiento y una audacia, una idea originalísima, una revelación, y es que las potencias occidentales, con los Estados Unidos y Alemania a la cabeza, son hipócritas, abyectas, decadentes, cínicas. Y la OTAN ha sido uno de sus instrumentos predilectos y la doble moral de muchas de sus acciones dice mucho de la doble moral del mundo en general, sobre todo del mundo occidental.
Todo eso es cierto y hay que decirlo. Pero dicho eso, también hay que decir, sin temblores en el ojo, que el trasfondo histórico, político y moral del conflicto en Ucrania tiene que ver con una pregunta fundamental, y es si ese país (ese pueblo) es un Estado libre, independiente y soberano. O en otras palabras, si Ucrania es una nación y merece serlo. La respuesta que uno le dé a esa pregunta define en buena medida su postura ante la guerra.
Claro: esa pregunta, así planteada, está teñida por los dramas y los reveses de un país cuya historia y cuyo destino han sido siempre esos, más o menos, la dominación imperial, las fronteras movedizas y ensangrentadas, la atomización territorial. Pero desde la disolución de la Unión Soviética, para no ir muy lejos, la república de Ucrania ha buscado su propio lugar bajo el sol. Y lo ha hecho de manera democrática y valiente, sin más.
Eso es lo que Putin no acepta porque para él Ucrania no es una nación sino un apéndice del alma rusa, y quienes acuden al pretexto rebuscado y falaz de que lo están explicando con matices y coqueterías retóricas en últimas lo que están haciendo es justificarlo. A él y a su régimen represivo y fascista, a la guerra que desató. Sí: Irak, Siria, Palestina, Yemen: el horror, el horror inaceptable y tantas veces silenciado por la moral selectiva de este mundo infame.
Eso es cierto y hay que decirlo con vehemencia. Pero el que no reconozca lo que es Putin (también) es porque en el fondo está de acuerdo con él.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
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