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Como tal

Las etapas espirituales del cliente ante el 'call center' son variadas y ondulantes.

Tuve ayer un problema monumental con mi banco: una de esas tragedias absurdas de las que está hecho el mundo de hoy, y que nacen de un procedimiento que parece en principio muy normal e insignificante, hasta que se vuelve un laberinto kafkiano de voces pregrabadas y turnos infinitos, música de espera en minipiano, asesores robóticos que están allí para no solucionar nada.
Muchos expertos, de hecho, han llegado a la conclusión de que el ‘sistema’ lo que quiere es derrotarnos por agotamiento: disuadirnos de seguir intentándolo; someternos a la fatalidad y a la resignación; convencernos de que lo mejor es llorar con desconsuelo y no permanecer en la línea, aunque nos pidan lo contrario, mientras respondemos preguntas delirantes –varias veces la misma– y espichamos botones como verdaderos orates.
Fue mi caso, y todo lo que podía salir mal salió mal: se me olvidaron las claves, se me bloquearon los ‘productos’, “comuníquese con nuestra línea de atención al cliente”. Y como ocurre siempre en ese universo macabro y tortuoso de la gestión virtual de la vida, cada nuevo paso dado, cada nueva palabra dicha, cada nuevo botón presionado me iban hundiendo más y más, sin remedio, en el desastre y la desolación.

Ese debe de ser un trabajo muy duro e ingrato, un trabajo que consiste en soportar día y noche lo peor de quien está al otro lado de la línea. En realidad es un trabajo heroico y sacrificado

Hablé con varios humanos, lo cual no es poca cosa, en realidad es hoy toda una proeza –“llegar hasta aquí era tu meta”, dice Kavafis en un poema–, pero en vano: sus fórmulas eran iguales a las de la amable máquina que me había atendido antes; su método era el consabido de hacerme repetir varias veces mis datos, esperar luego en la línea, volver a validar la información para pasarme con el “área encargada”. Y así al infinito.
Las etapas espirituales del cliente ante el call center son variadas y ondulantes, como se sabe. Primero es el ímpetu, la adrenalina. Después viene la furia, la histeria. Luego el desespero, luego la negación, luego la esperanza ante cualquier posibilidad, por remota que sea, de salir del túnel. Yo las viví todas, pero cuando me iba a dar por vencido algo muy bello y muy extraño ocurrió, y es lo que quiero contar hoy.
Porque estamos acostumbrados a maldecir del que está del otro lado del teléfono, ya sea porque nos llama un domingo a las 7 de la mañana o porque lo llamamos nosotros a que nos arregle el internet. Nos desespera su voz, el tono monocorde de sus palabras y sus famosas expresiones; tanto que nos parece siempre que es la misma persona: el mismo arquetipo que trabaja allí, “le habla Juliana Gómez...”.
Ese fue el nombre de la persona que me atendió en el Banco Davivienda, o como decía ella, “en Banco Davivienda”. Y a pesar de mi rabia y mis quejas y mis objeciones cada vez más feroces, no perdió nunca la compostura ni la amabilidad. Al revés: me oía con bonhomía y con piedad, luego me iba induciendo de nuevo al tema de fondo, que era encontrarle una solución a mi problema.
Duramos así casi dos horas, y al final, cuando por fin se arregló todo, ella estaba tan contenta como yo; incluso, en el momento de gracia cuando recordé la clave, lo juro, gritó “¡yey!” con tanta solidaridad y tanta espontaneidad que me conmovió en el alma, y entonces le volví a preguntar su nombre. “Juliana Gómez”, me dijo, antes de despedirse e irse a atender a otro usuario, supongo.
Y supongo también que ese debe de ser un trabajo muy duro e ingrato, un trabajo que consiste en soportar día y noche lo peor de quien está al otro lado de la línea. En realidad es un trabajo heroico y sacrificado, y quienes lo realizan no merecen sino admiración, gratitud y respeto.
Y como se me olvidó contestar la encuesta sobre la “atención brindada” por Juliana Gómez, aquí lo hago encantado. Como tal, fue excelente.
catuloelperro@hotmail.com
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