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Como fantasmas

Qué agotador ser un caudillo, qué forma tan triste de la locura y de la soledad.

Contaba Álvaro Mutis, en su excelente libro de conversaciones con Eduardo García Aguilar, Celebraciones y otros fantasmas, se llama, que en la víspera de su muerte el cardenal Mazarino recorría en silla de ruedas los salones de su palacio, allí estaba la colección de arte más grande de Europa. El cardenal alzó con nostalgia los ojos, suspiró profundo y dijo: “Pensar que hay que dejar todo esto...”.
Mazarino no era un caudillo, claro que no, pero sí el hombre más poderoso de Francia en el siglo XVII. Incluso tenía tanto poder que tenía más poder que el rey, de allí que pudiera dedicarse, con el tiempo libre que le dejaban las guerras y las intrigas, a coleccionar estatuas, antigüedades, cuadros valiosísimos, libros excepcionales. Y por eso no se quería morir, porque no se resignaba a perderlo todo. Se creía eterno.
También le pasaba a Napoleón Bonaparte –el emperador– cuando ya se le había ido el poder de las manos y los ingleses lo tenían preso en la isla de Santa Helena. Allá lo habían confinado con un pequeño séquito de leales: un puñado de amigos y soldados que se comportaban como si el imperio aún existiera. Era una ficción colectiva cuya llama seguían soplando, desesperados, quienes la habían vivido como una realidad.
De hecho, hay quienes le dan a esa psicosis, porque sin duda lo es, el nombre del ‘síndrome de Santa Helena’: la incapacidad de reconocer la realidad cuando se ha perdido el poder; la ausencia de decoro y sensatez para aceptar que uno ya no es el centro del universo. Más bien al revés, y quien padece este angustioso trastorno busca perpetuar como sea, aun si es una ilusión, a la fuerza, sus días de gloria, su importancia.

La exhumación de Franco parecía (era) un cuadro de Goya, una sombría procesión: la de un fantasma, no sus restos.

Por eso no hay quizás ningún exponente más visible y trágico de este síndrome que el caudillo, el conductor mesiánico de una cauda. Para ser un caudillo se necesita, claro, un sinnúmero de habilidades y virtudes: el carisma, la inteligencia, el carácter, la elocuencia, el valor, etcétera. No es nada fácil serlo, desde luego que no, y por eso los caudillos generan adoración y fanatismo. Esa es la esencia del caudillismo, la fe ciega.
Pero cuando el mundo y la realidad los abandonan, cuando la historia empieza a seguir su curso sin ellos, por fin, es como si se negaran a aceptarlo, como si no lo permitieran por ningún motivo. Los límites de la cordura, entonces, se disuelven, y el caudillo se transforma en un esperpento y una caricatura (si es que no lo era ya): un poseso de sí mismo; el portavoz e intérprete de sus propios delirios, su mejor áulico.
No se trata de compadecer a los caudillos, ni más faltaba, ese es su destino y ellos se lo buscaron. Pero sí es un destino trágico: el del que siempre cree que suya es la última palabra y suya es la última razón de las cosas; el del que no se resigna jamás a no ser ya el protagonista, el eje de todo. Debe de ser terrible eso también, pobre gente: prisionera de su sombra, esclava de sus obsesiones y de su pasado.
Hace unos días nomás lo vimos en la exhumación de los restos de Francisco Franco, quien se hacía llamar a sí mismo, en las monedas que acuñaba, “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Se creía eterno –en su tiempo lo fue–, pero la historia le está demostrando lo contrario; al menos ya lo desalojó de su propio mausoleo, el que él mismo hizo construir para vigilar desde allí, desde el más allá, a su pueblo.
Ese es el mito por excelencia de los caudillos: su entrega al pueblo, su abnegación, su sacrificio. Como si además fueran mártires. Quizás por eso la exhumación de Franco parecía (era) un cuadro de Goya, una sombría procesión: la de un fantasma, no sus restos.
Qué agotador ser un caudillo, qué forma tan triste de la locura y de la soledad.
catuloelperro@hotmail.com
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