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Algo de casuismo

La casuística puede encontrar hoy en lo concreto un poco de equilibrio y de razón, un poco de luz.

La casuística es una parte fundamental de la teología católica que consiste en analizar y comprender, hasta lo más profundo, los casos en los que la conciencia se enfrenta a la moral y sus problemas. Por eso se llama así, porque lo que se estudia son las causas de un comportamiento que acaso sea contrario a la norma general pero que tiene una explicación en sus circunstancias muy concretas.
En el siglo XVII –el siglo barroco por excelencia– la casuística se volvió casi una ciencia y había tratados enteros que recogían miles de ‘casos de conciencia’, narrados como un cuento, en los que el confesor encontraba los elementos esenciales para discernir si había allí un pecado verdadero o no y qué penitencia debía imponerle a un fiel que hubiera actuado según su razón y su juicio pero en contra de los dogmas y preceptos de la fe.
Y aunque parezca contradictorio, el propósito de la casuística no era establecer o consagrar excepciones sino reglas: nociones generales, cosechadas en un sinnúmero de historias, que pudieran guiar al sacerdote en la comprensión de lo concreto. No para librar a los pecadores de su culpa sino para entender con justicia y sabiduría los alcances de sus actos, sus motivaciones, lo que había en ellos de único y particular.
Tengo entendido (ya me corregirán los juristas) que también en el derecho la casuística es una fuente de interpretación muy importante. Con todos los peligros propios de esa tensión que se da entre cada caso individual y las normas generales, que son las que hacen que el sistema funcione, obvio que sí. Pero los hechos nacen de unas circunstancias que los determinan y explican y entender eso es entenderlos mejor, entenderlos de verdad.
Por estos días ya agotadores del coronavirus he vuelto a pensar mucho en la casuística, sobre todo por la cantidad de medidas y disposiciones transitorias y excepcionales, se supone, ojalá, que las autoridades han impuesto para mitigar de alguna manera los estragos y las consecuencias de la enfermedad. Es esa una especie de constante histórica: las pandemias y las plagas siempre fortalecen al Estado, le dan más poder.
Y eso es algo que preocupa mucho a mucha gente: esa deriva autoritaria de tantos gobiernos que en nombre de la salud y su protección empiezan a cumplir el sueño despótico de controlarlo todo, hasta lo más insignificante. ¿Cuáles son los límites de ese enorme poder que se supone que es excepcional y por eso mismo mucho más peligroso y exigente? Esa es la discusión de nuestro tiempo. Una de ellas, al menos.
Una discusión en la que debería estar clara la premisa de que la mayoría de las autoridades tratan de hacer lo mejor que pueden en medio de una situación inesperada y catastrófica que lo ha sido para todo el mundo. ¿Hay excepciones a esta premisa de la buena fe? Sí, y las consecuencias son devastadoras: allí donde gobiernan los demagogos, las perspectivas y las cifras del coronavirus han sido muchísimo peores.
En una pandemia, además, en la que la ciencia va a tientas, blandiendo su lámpara para tratar de acertar y entender cada vez más. Y detrás de ella vamos todos, los gobiernos incluidos, porque nunca fue más dramática la aplicación del método de la prueba y el error. Es aquí quizás donde la casuística tiene alguna utilidad para tratar de encontrar en lo concreto un poco de equilibrio y de razón, un poco de luz.
Porque es muy difícil, casi imposible, tratar de compaginar los criterios generales con la situación desastrada de tanta gente. Pensar en las normas, sí, pero también en una realidad terrible que se desbordó. Es muy difícil pero hay que hacerlo.
Quizás más que casuística sea solo sensatez: un poco de compasión en medio de este doloroso tremedal.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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