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No es pecado

Una mirada a la noticia del pobre embajador Ricardo Valero, quien fue acusado de robarse un libro.

Alcancé a ilusionarme con la noticia, antes de que la ciencia viniera a ponerlo todo en su lugar, como suele hacerlo siempre, implacable y fría. Porque de verdad parecía una historia de heroísmo y nobleza: un episodio más de esa tradición venerable cuyos orígenes son tan antiguos como los del libro mismo, y que muchos celebramos aunque haya también quienes la consideran una depravación.
La noticia fue la del pobre embajador mexicano en la Argentina, Ricardo Valero, quien fue acusado (hay un video) de robarse un libro en la famosa librería El Ateneo, ubicada en el viejo teatro Grand Splendid. Una de las librerías más bellas del mundo, de hecho, y adonde hace tres semanas el señor Valero, Su Excelencia, entró a comprar varias cosas, en medio de las cuales deslizó un libro sin pagar.
Cuando el embajador salía, los sensores del lugar detectaron de inmediato su botín. Entonces se ve en el video cómo se le van detrás dos celadores y le piden el recibo; él lo muestra, claro, o trata de hacerlo, pero cuando le señalan que allí no está incluido el libro –“¿No? Qué raro...”, parece decir con su acento mexicano–, finge desconcierto y aturdimiento, inocencia. O finge fingirlos, más bien, pues hoy ya sabemos la verdad.
Y la verdad es que el pobre embajador tuvo hace muchos años un tumor cerebral del cual lo operaron con éxito, por fortuna. Como consecuencia de dicha operación, sin embargo, empezó a sufrir algo que se llama el ‘síndrome frontal’, una alteración del comportamiento a causa de los daños irreversibles en el cerebro. Un médico amigo dice que es como si a uno le extrajeran en una cirugía la conciencia y la moral.
Eso es lo que explica la voraz cleptomanía del embajador Valero, quien no la puede controlar, como si estuviera fuera de sí cuando incurre en ella, porque lo está. Al punto de que aun el día en que se iba de Buenos Aires hacia México, llamado a rendir cuentas por la Cancillería de su país, el pobre diplomático, al parecer intachable por todos los demás conceptos, ¡se robó una camisa en el aeropuerto!
El tipo es un vulgar cleptómano, un enfermo. Y ahí está también la gran desilusión de esta historia, pues muchos creímos que se trataba de un ladrón de libros de verdad: un miembro heroico –un mártir– de esa secta a la que alguien llamó alguna vez el ‘Club Pichler’, en homenaje al teólogo alemán Elois Pichler, quien en 1871 fue descubierto en Rusia con más de 4.000 libros en su casa, todos valiosísimos y todos robados.
Tema muy difícil el del robo de libros; pero muy difícil. Tanto que ni siquiera los teólogos medievales pudieron ponerse de acuerdo para decir si allí había un pecado o no, mucho menos un crimen. Gustav Bogeng, un jurista alemán, propuso una solución salomónica para el dilema: si el que roba libros los vende, es un criminal y un pecador; pero si en cambio los lee y los acumula y los cuida, es un erudito y un gran humanista.
Andrew Lang estaba de acuerdo con esta premisa, y recordaba que el papa Inocencio X vivía robándole libros al pintor Daniel Dumonstier, quien una vez le dijo resignado: “Tranquilo, Santidad: yo me los robé también...”. Como en la anécdota verídica de Anatole France, cuando un admirador entró a su descomunal biblioteca y le pidió un libro prestado; le respondió el maestro: “No, porque todos estos libros me los prestaron a mí”.
Otro tema teológico por excelencia, el del préstamo de libros entre particulares. Porque prestarlos sí que es un pecado gravísimo, y devolverlos mucho más.
Cierro esta columna con una frase de Lawrence Thomson en su obra clásica sobre el tema: “Este texto no estimula el robo de libros en los países donde es ilegal”. Feliz año.
catuloelperro@hotmail.com
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