Quizás no haya orgullo más absurdo que el de la coherencia, como si esa fuera una gran virtud; y además como si algo así fuera posible de verdad en esta especie de corraleja que es la vida, cuyo mejor resumen es la frase que una vez pronunció Fortunat Urss cuando estaba en Boyacá: “Naiden arrempuje a naiden porque naiden sabe para dónde va naiden...”. Eso somos, eso y poco más.
Pero en fin: el coherente suele sentirse muy feliz y ufano de serlo, y lo proclama a los cuatro vientos, casi con la idea condescendiente de estar haciéndole un favor al resto de la humanidad. Altivo y magnánimo, a la espera de que los demás le agradezcamos en el alma por ser como es. Se le olvida, pobre, que confesar una virtud es casi siempre anularla, y se le olvida también que la coherencia es el rasgo por excelencia del idiota.
La vida humana es un hecho tan caótico y tan frágil, tan complejo, tan rico, que pretender someterla todo el tiempo a la misma horma y a la misma lógica implica muchas veces –en contra además de lo que siempre se cree– la incomprensión radical de su naturaleza, una adulteración y una renuncia y un acto de torpeza, no de inteligencia.
Como quien lleva un balde para meter allí un río crecido.
Hay ámbitos, sin embargo, en los que un mínimo de coherencia sí es necesario, casi obligatorio. “Hasta donde ello sea posible”, como decía el sepulturero. Por ejemplo en la religión y en la política, donde uno esperaría que la gente viva según los principios que dice profesar. A nadie lo obligan ya a creer en nada, y menos en las sociedades llamadas ‘libres’, pero el que decide hacerlo sí se supone que debería actuar un poco en consecuencia.
Los colombianos, desde que lo somos, y aun desde antes, sabemos que eso no es así. Y no solo por la constatación casi diaria del cinismo de quienes nos gobiernan y saltan de bandera en bandera y de color en color con total desenfado, con la misma vehemencia para defender siempre la causa que toque, por contradictoria que resulte con la de la víspera. Así es la política, dicen ellos, dinámica, cautivante, movediza.
Pero no solo por eso sino por algo aún más profundo y que está en el origen mismo de nuestra identidad cultural, de nuestra historia como sociedad. Me refiero (trataré de explicarme) a esa contradicción esencial que desde hace al menos dos siglos nos determina y en la que por lo general conviven y se contraponen una mentalidad religiosa y dogmática y un discurso liberal y moderno que es su negación, su antítesis.
Los rasgos esenciales de la sociedad colombiana se forjaron en el catolicismo hispánico de la Contrarreforma, punto. Eso, además, dentro del esquema feudal, autoritario y excluyente de la Colonia, nada menos. Una cultura supersticiosa y propensa al fanatismo, pero metida a empellones, desde la Independencia, en la fe, las instituciones y el discurso liberales y seculares de la Modernidad. Cójanme ese trompo en la uña.
Por eso aquí campea siempre la incoherencia: porque una cosa es lo que somos y pensamos, y otra la que dicen nuestras leyes, nuestras constituciones, nuestros partidos. En la economía, en el derecho, en la moral: en todo. Por eso aquí los liberales no lo son nunca de verdad (salvo contadas excepciones) y tampoco los conservadores, cómo podrían, si ya todos los demás lo son también.
Y así fue toda la vida, por lo menos desde el siglo XIX: haciendo la guerra cada quien contra el espejo. Radicales rezanderos, godos socialistas, marxistas de escapulario. Lo decía mejor el coronel Aureliano Buendía: “La única diferencia actual entre liberales y conservadores es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho”.
Y ya ni eso.
Juan Esteban Constaín
catuloelperro@hotmail.com
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