¡Hola !, Tu correo ha sido verficado. Ahora puedes elegir los Boletines que quieras recibir con la mejor información.

Bienvenido , has creado tu cuenta en EL TIEMPO. Conoce y personaliza tu perfil.

Hola Clementine el correo baxulaft@gmai.com no ha sido verificado. VERIFICAR CORREO

icon_alerta_verificacion

El correo electrónico de verificación se enviará a

Revisa tu bandeja de entrada y si no, en tu carpeta de correo no deseado.

SI, ENVIAR

Ya tienes una cuenta vinculada a EL TIEMPO, por favor inicia sesión con ella y no te pierdas de todos los beneficios que tenemos para tí.

Actos de fe

A la hora de vivir la gente necesita muchas veces más de la ficción que de la realidad.

Henry Mencken, un magnífico periodista estadounidense de principios del siglo pasado, escribió alguna vez, en diciembre de 1917, una historia de la bañera. Lo hizo en un periódico neoyorkino casi como un divertimento, más bien como un relato de ficción al que le quiso dar, sin advertírselo al público, nunca creyó necesario hacerlo, el tinte y el lenguaje muy serios de un informe científico y solemne.
(También le puede interesar: Un espíritu libre)
En esa fecha del año –28 de diciembre de 1917, para ser exactos– nadie se iba a leer los periódicos ni se los iba a tomar al pie de la letra, pensó Mencken, menos en medio de una guerra devastadora como la que estaba padeciendo el mundo, a la cual su país había entrado hacía apenas ocho meses. Y como era un gran humorista además de un brillante filólogo y crítico cultural, se puso manos a la obra, nunca mejor dicho, y escribió su artículo.
Un aniversario perdido fue el título de esa pieza satírica y absurda que su autor olvidó nomás enviarla a la redacción del New York Evening Mail. Y de hecho no la habría recordado jamás si no hubiera sido porque con el paso del tiempo, el paso de los días y los años, Mencken empezó a ver horrorizado que buena parte de la 'información' que había deslizado en ese texto, información fantasiosa y ridícula, se estaba volviendo una especie de historia oficial de la bañera.
Pero no solo eran los periodistas y los cómicos los que reproducían sus 'datos', no. También empezaron a hacerlo científicos muy serios y reputados (esto sin duda), congresistas y candidatos presidenciales, higienistas y apóstoles del progreso a ambos lados del Atlántico. El colmo de todo llegó cuando Mencken vio su texto citado y fusilado, en una misma semana, en una revista médica, un texto escolar y una enciclopedia para toda la familia.

El problema surge cuando ese principio tan bello trasciende lo estético y pervierte el orden social, incluso en lo que tiene que ver con la ciencia y la razón.

No lo podía creer: era el doctor Frankenstein, había creado un monstruo. Entonces se sentó a escribir, diez años después, un artículo en el que explicaba el equívoco y en el que refutaba todos los disparates que él mismo había puesto esa tarde ociosa de finales de diciembre de 1917. Quizás así pudiera deshacer semejante entuerto; quizás su voz arrepentida y aterrada pudiera desandar el camino que ella misma había abierto.
Fue en vano: no solo nadie le creyó a Mencken lo que estaba diciendo sino que lo acusaron de comunista y bolchevique y de fascista y mussoliniano, según quien se lo dijera. La gente quería creer en esa ficción que él, sin pensarlo, le había regalado; a la hora de vivir la gente necesita muchas veces más de la ficción que de la realidad. Y no cualquier gente, pues entre sus detractores había varios seres que en otro contexto habrían sido tenidos por sensatos.
En 1938, mientras Mencken seguía escribiendo panfletos para refutarse a sí mismo, sin ningún éxito, ocurrió el famoso episodio radial de La guerra de los mundos, dirigido por Orson Welles. En él, como se sabe, una adaptación de una novela, transmitida en vivo y en directo por las ondas de la CBS, le hizo creer a todo Nueva York que la trama ficticia de una invasión extraterrestre era real y el caos se apoderó de la ciudad.
Es lo que Coleridge llamaba la "suspensión de la incredulidad", que es el fundamento del arte y la ficción: la idea de que ese relato que está allí nos interesa más que la verdad, nos hace más felices. Por eso nos entregamos a él con los brazos caídos, como el embrujo (el encanto) que es. El problema surge cuando ese principio tan bello trasciende lo estético y pervierte el orden social, incluso en lo que tiene que ver con la ciencia y la razón.
Nace así el ‘pensamiento delirante’: la inclinación a creer solo en lo que no tiene sentido. Una forma de la locura –y la estupidez– que llena de orgullo a quienes la ejercen.
Basta ver el mundo de hoy.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
www.juanestebanconstain.com
icono el tiempo

DESCARGA LA APP EL TIEMPO

Personaliza, descubre e informate.

Nuestro mundo

COlombiaInternacional
BOGOTÁMedellínCALIBARRANQUILLAMÁS CIUDADES
LATINOAMÉRICAVENEZUELAEEUU Y CANADÁEUROPAÁFRICAMEDIO ORIENTEASIAOTRAS REGIONES
horóscopo

Horóscopo

Encuentra acá todos los signos del zodiaco. Tenemos para ti consejos de amor, finanzas y muchas cosas más.

Crucigrama

Crucigrama

Pon a prueba tus conocimientos con el crucigrama de EL TIEMPO

Más de Redacción